Recordemos lo obvio. Se sabe que el poder corrompe y que, en definitiva, quien coquetea, bien como periodista, bien como poeta o vocero del régimen, acaba trasquilado. Queda feo que un periodista escriba los discursos de un presidente. No está prohibido, pero de vez en cuando es recomendable practicar la autocontención, la distancia prudencial, más que nada para salvaguardar la independencia, a pesar de los suculentos beneficios que uno pueda sacar. La independencia es fundamental para ejercer una labor crítica. Un periodista tiene que hacerse valer. Claro que está en su derecho. Sin embargo, su credibilidad queda en entredicho. Estar demasiado cerca del poder siendo alguien, en principio, que se dice radicalmente independiente, suele abrasar. Está claro que hay periodistas partidistas, pero serlo tanto, ciertamente, menoscaba la tarea crítica del mismo. La ideología o los intereses de cada cual no deberían velar la lucidez. Uno tiene que tener los ojos muy abiertos y no dejarse tentar. Ya no se trata solamente de parcialidad, sino de colaboración absoluta. Y no entro en el tema de los generosos honorarios por el hecho de redactar tales discursos, que ese es otro asunto peliagudo. El tema es otro: el de preservar la independencia del periodista o de quien sea. Y el periodista, en este caso, puede ser benevolente, si quiere, con un gobierno de su cuerda. Pero existen límites. Y el límite es el rechazo a colaborar con el gobierno de turno escribiéndole los discursos. Insisto, no está prohibido, pero uno debería prohibirse ciertas cosas que pueden menguar su credibilidad y, en consecuencia, su independencia. El periodista, y cualquiera que escriba, no puede entregarse en cuerpo y alma al poder. Por una cuestión, si se quiere, deontológica. El resultado de esa entrega es el siguiente: queda como vocero del gobierno de turno, como amiguete, como tiralevitas. Ya no me meto en las escandalosas cifras que uno puede llegar a cobrar por redactar discursos, que ése es otro cantar. Lo preocupante es que alguien inteligente se preste a estos juegos. Ya se sabe que con el poder no se juega, por muy afín que uno sea con quien esté gobernando en ese momento.

Por estar en contra, incluso es recomendable estar en contra de la opinión pública, esa democratización burda que nadie sabe qué demonios es. Porque, ¿qué es la opinión pública? No es más que una marea confusa de lugares comunes, frases trilladas y corrección política llevada hasta la náusea. De ahí que el periodista, esta especie de hacedor de opiniones, debería andarse con ojo a la hora de colaborar con el poder y echar al traste su pretendida labor crítica. Uno puede ser amigo, colega, hermano del presidente del gobierno y, precisamente por ello, negarse en redondo a jugar el papel de ayudante de la corte. Cada cual en su sitio. Siempre he pensado que no casarse con nadie, en el sentido de ejercer la crítica a diestra y a siniestra, es una actitud muy saludable. Si se ejerce con tino y gracia. Por supuesto, siempre habrá preferencias, pero nunca entrega ciega. Porque una cosa es ser un comentarista más o menos parcial y otra cosa es ser un periodista del régimen, de cualquier régimen y que, además, se dedica a glosar las bondades de un individuo que cada vez tiene menos bondades que ofrecer. Ya nos entendemos. Molesta ver a un escritor, artista o alguien que siempre ha apostado por la independencia, aferrado a las faldas del poder. No sé, pero queda como menos creíble, más sometido a los dictámenes de los de arriba, menos libre, en definitiva. Aunque el acusado insista en que lo hecho porque le ha dado la real gana. Nivel primario de libertad. Si se trata de dar caña, como vulgarmente se dice, hay que darla a diestra y a siniestra, en el centro y en donde haga falta. No por automatismo, sino como ejercicio sano que el periodista está obligado a practicar para no verse en situaciones penosas.

Ya sabemos que estos diarios que se precian de ser independientes tampoco lo son tanto, pues siempre hay una instancia superior que vigila sus movimientos y tiene que rendir cierta pleitesía a su ideario, a su ideología. Lo cual, insisto, es un peligro. Un peligro para la crítica certera, que es ésa que no deja pasar por alto nada y que no da ninguna bola por perdida, provenga de donde provenga esa bola. Si la bola ha botado fuera de la línea, hay que gritar out! Sea quien sea el tenista, a pesar de ser nuestro tenista favorito. Quizá esté pecando de purista, pero es que, insisto, queda feo ver, en este caso, a un intelectual ser tan condescendiente con el poder, ser tan mimoso cuando debería ser doblemente feroz en su postura crítica. Mejor ser el llanero solitario que quien lame la oreja del rey. También sabemos que muchos medios de comunicación silencian según qué corrupciones y agrandan otras, siempre dependiendo del color del partido político en cuestión. Unos achican la noticia, relegándola a los sótanos de la página, mientras que otros le dedican nada menos que la portada entera. Eso es sabido y aceptamos a regañadientes ese juego. Sin embargo, ahí tampoco hay independencia. Habrá que admitir que en el periodismo, digamos convencional u oficial, reina cierta servidumbre. Digo cierta, y a lo peor peco de optimista.