Acabo estos días de leer, entre viaje y viaje, el libro póstumo «Descripción del ser humano», de Hans Blumenberg, un verdadero monumento de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX. Unos días antes de su muerte, este hombre fascinante, como su paisano Goethe, puso el título definitivo al libro que lo había acompañado durante décadas y que recoge su verdadera filosofía. Cerró el manuscrito y los ojos a la vez. Su tema es el siguiente: ¿cómo este animal improbable que es el ser humano pudo sobrevivir? Y su tesis: lo logró porque supo desplegar la habilidad de mirar a lo lejos. Poner distancia espacial y temporal entre el objeto peligroso y la reacción, ese fue el primer paso para tener conceptos. Y disponer de conceptos fue la única manera de dominar la realidad, de no dejarse sorprender por ella. El mensaje no puede ser más nítido: ¿qué pasará si nos empeñamos en eliminar las habilidades intelectuales que permitieron sobrevivir a nuestros antepasados? La pregunta no es irrelevante. El hombre es el animal que todavía no tiene asegurado el futuro.

La realidad amenazante trabaja silenciosa hasta que irrumpe. Para quien mira atento, susurra largo tiempo. Para quien sólo se ve a sí mismo, se hace escuchar a gritos. Entonces te despierta, te agarra, nubla los ojos y la mente, te domina. Ya no te concede el tiempo de decidir una estrategia. Te ha vencido. En la película «El topo», el personaje Control, protagonizado por un John Hurt desarbolado, impotente, testigo de una Gran Bretaña prescindible, rodeado de traidores, dominado por el omnipotente Karla, el jefe soviético que lo observa todo desde el corazón de la estepa, ese viejo decrépito de Hurt sólo tiene un camino. Dimite y se suicida. Su último recurso es llevarse fuera a su amigo Smiley, un Gary Oldman de hielo. Al sacarlo de los servicios secretos, le obliga a mirar desde fuera la organización. El primer gesto de Oldman para descubrir al topo es irse lejos, a las afueras, merodear, recordar. Ninguna pasión lo ata a ningún presente urgente. La otra medida: contratar a un hombre de la calle. Frente a las películas que nos arrastran entre ruidos y persecuciones de superhéroes, «El topo» frecuenta los ritmos lentos del piano de Alberto Iglesias, íntimo, evocador, que acaricia una ausencia. Oldman, a su modo, tiene un concepto. Esta es la fuente de su fidelidad, el goce de mirar al pasado para entender el presente.

La realidad irrumpe a gritos sólo ante los desatentos. Tuve una experiencia el día que el Real Madrid jugaba contra el Barcelona. Venía de dar clase. Cuando llegaba a casa, en el bar de la esquina, al bajar del metro, escuché un grito entusiasmado. Se cantaba un gol. ¡Bueno, me dije, ya gana el Madrid uno a cero! Aligeré el paso para ver la repetición. El local estaba lleno, con la gente de pie tomando cervezas. Desde la acera, un grupo miraba la televisión por la ventana. A duras penas logré asomarme hasta ver la pantalla. Sí, iban uno a cero, pero la alegría general saludaba el primer gol del Barcelona. Me quedé perplejo. Cuando llegué a casa, por las ventanas llegó el estruendo de un nuevo gol. Fue un clamor que me rodeó por doquier. Ahora sí ha empatado el Madrid, pensé. En el bar debían estar todos los culés de Madrid juntos. Ahora gritaban los buenos madrileños, los padres de familia, los vecinos de siempre. Puse la televisión. Para mi asombro, era el segundo gol del Barça, celebrado más que el primero. ¡Cielo santo! ¿Dónde estoy?, me pregunté. Cuando el Madrid marcó, el silencio fue todavía más notorio. No había opinión dividida. Ya se sabe. El odio grita más que el afecto. Pero entonces la pregunta es: ¿Cómo puede ser que tanta gente en esta ciudad desprecie al Real Madrid? ¿Cómo hay tanto topo en esta ciudad? ¿Cómo se ha indispuesto ese equipo con tantos vecinos? ¿Lo sabe esto Florentino? ¿Alguien lo vio venir?

El fútbol se ha convertido en un símbolo de este país tanto como el cine ya es la pedagogía del mundo. A lo mejor cuando la Caixa compre Bankia, por los bares de Madrid se canta ese gol. A lo mejor ya hay varios topos trabajando por la fusión y Rato está clamando, como John Hurt, víspera de tomar veneno, en medio del mäelstrom de los traidores. Pero este artículo no va de esto. Tiene que ver con la realidad que está a punto de gritar. Tanto que me atrevo a decir algo como esto: señor Rajoy, usted tiene un problema muy grave. Se llama Valencia. Usted solo habla con gente que no puede distanciarse de las cosas, porque están hasta el cuello. Pero si habla con alguien que mire a distancia, le dirá esto: señor Rajoy, un giro de tuerca más en la sanidad y la educación en Valencia y los gritos se escucharán lejos. Valencia es Grecia, señor Rajoy. Aunque a mi modo, le hablo con eso que por ahí se llama «decoro patriótico». Es un aviso antes de que irrumpa la realidad.