La cancelación de la deuda del Valencia con Bankia, a cambio de la propiedad de los terrenos del Mestalla, permite a la sociedad deportiva volver a endeudarse para terminar el nuevo estadio, mientras que el banco transforma un crédito incobrable... en un activo de difícil realización. Por su parte, la señora Barberá se plantea que ahora podemos volver a solicitar una final de la Champions League.

Volvemos al principio. Porque el origen de todo aquel ambicioso proyecto, que embarcó al Valencia en una rocambolesca (y fallida) operación inmobiliaria, vino ni más ni menos que de la fijación del Partido Popular valenciano en la política de eventos y de construcciones faraónicas, como estrategia de promoción de la marca Valencia, enriquecimiento de los amigos, y rentabilización electoral. A alguien se le ocurrió negociar (comprar, habría que decir) con la UEFA que Valencia acogiera la final de la Champions del 2011, casualmente año de elecciones autonómicas y locales. Algún día sabremos cuánto nos costó realmente esta negociación; se nos dice ahora que el presidente de la UEFA «les debe una».

Pero había un problema: el estadio de Mestalla no reunía las condiciones de espectacularidad y modernidad que eran de recibo, en estos tiempos, para albergar un gran evento deportivo internacional. Y para conseguirlo se forzó un cambio de propietario-presidente, para colocar a Juan Soler, heredero de una de las familias de más poderío económico de Valencia, y muy vinculado al PP. Soler tenía la capacidad financiera requerida para emprender las obras, pero en realidad el dinero acabó poniéndolo Bancaja. Soler sólo se autocompró el solar de una de las futuras torres de oficinas en Mestalla, que recuperó sin pérdidas cuando se retiró de la operación. El capitalismo a la española no ha incluido nunca asumir riesgos.

El Ayuntamiento de Valencia aportaba a la operación el solar inicialmente destinado a polideportivo público, junto a la Avinguda de les Corts, y recalificaba la parcela del Mestalla, mientras que las diferentes Administraciones debían facilitar la recalificación de la Ciudad Deportiva del Valencia, en Paterna, y su traslado a la partida rural de Porxinos, en Riba-Roja, incorporando la construcción de 2.800 casas. Estas actuaciones han forzado sobradamente ordenamientos y legislaciones, e incluso en algún caso, como el de Porxinos, han llegado a ser anuladas por los tribunales.

Pero el estallido de la burbuja inmobiliaria derrumbó ese castillo de naipes. El riesgo inasumido lo acabó pagando el Valencia, que tuvo que vender a sus más cotizados jugadores (Villa, Silva, Mata); Bancaja, que acumuló esta ruinosa operación a las del aeropuerto de Castelló, Terra Mítica, etcétera; y la ciudadanía de Valencia, que perdió el solar expropiado en su día para polideportivo.

Lo peor de la crisis que estamos padeciendo no es que nos encontremos con una comunidad arruinada y endeudada, una industria desaparecida, sin instituciones financieras propias, un paisaje degradado por multitud de urbanizaciones inacabadas, unas ciudades con déficits urbanos insalvables... Lo peor tampoco es que los responsables de estos desaguisados no hayan pagado todavía el precio político y penal que merecen por ello. Lo peor es que parece que no han aprendido nada, y no se sienten obligados a cambiar de conducta, de modelos, de políticas, de estrategias de futuro. Están simplemente esperando a que amaine un poco para volver a las andadas: sus grandes edificios vacíos 360 días al año, pero costosísimos; sus grandes infraestructuras insostenibles y sobredimensionadas; sus grandes proyectos, con grandes oportunidades de negocio; sus grandes eventos ruinosos, con cláusulas de penalización leoninas...

¿Cuanto más nos ha de costar esa final de la Champions con la que algunos políticos del PP quieren seguir seduciendo/distrayendo al electorado?

?Profesor de la Universidad Politécnica de Valencia