Apesar del momentum Santorum — sus victorias de la pasada semana en los caucus de Misouri, Minnesota y Colorado— parece obvio que el gran favorito para ganar la nominación republicana es Mitt Romney. Romney puede considerarse un tipo peculiar dentro del paisaje político norteamericano. En primer lugar porque, como mormón, ocupa una parte tangencial de la tradición cristiana de su país, actualmente copada por los evangelistas radicales del sur. De hecho, para las legiones de cristianos renacidos que dictaron parte de la agenda social del segundo Bush e impusieron el nombre de Sarah Palin al senador McCain, los mormones siguen siendo sospechosos de no pertenecer a la cristiandad de un modo pleno, al menos no en su sentido fundacional. Acantonados mayoritariamente en el Estado de Utah, los mormones constituyen, a su vez, uno de los segmentos sociológicos más prósperos y conservadores de los EE UU, el caso fascinante de un pueblo apegado a su identidad tradicional y a la modernidad económica.

De todos modos, para el votante republicano más radical, Romney levanta sospechas por otro motivo: no es un hombre que case bien con el Tea Party, no es un fanático en cuestiones políticas ni un halcón del neoconservadurismo más rancio. Por supuesto, no carece de ideología, sino que su perfil recuerda el de un tecnócrata, un hombre de empresa —ni muy apuesto, ni muy simpático, ni gran orador— que busca en el centro el equilibro del reformismo posible. ¿Es eso lo que intentan los coros mediáticos del partisanismo ideológico? Lo dudo. Ellos ya tienen a Gingrich y al propio Santorum.

Sospecho que el triunfo de Mitt Romney en las primarias republicanas sería una gran noticia para los Estados Unidos. Por primera vez en muchos años, se enfrentarían dos candidatos claramente centristas: uno, Obama, a la izquierda; el otro, Romney, a la derecha. Por primera vez en muchos años, el debate político podría alejarse del tono vociferante y regresar al espacio común del bien público: ¿cómo sostener el Estado del Bienestar? ¿Cómo mejorar el sistema educativo del país? ¿Cómo incentivar la creación de puestos de trabajo, especialmente entre las clases menos formadas? ¿Cómo afrontar, en definitiva, la sangría fiscal que corroe el presente y el futuro de la nación? No son preguntas muy diferentes a las que nos planteamos en España y en el resto de Europa.

En realidad, la mayor parte de los problemas de Occidente se han originado a causa de la ostentación propia del nuevo rico. Hemos creído que los populistas decían la verdad, que el bienestar se financiaba gratuitamente, que el esfuerzo era indiferente. Hemos creído que el relativismo era la respuesta inteligente al discurso de los fanáticos, que se podía prosperar subsidiando los predios gremiales, que el endeudamiento sin fin nos proveería el futuro igual que el presente. Pienso que, ante la fiesta del exceso monetario, perdimos la cordura al no imponernos ninguna limitación, aunque sólo fuera por un sentido básico del orden. Ahora, en el contexto de una crisis tan profunda, el riesgo de la sobredosis radical es posible, aunque no evidente. Para mitigarlo siempre cabe contar con el sano instinto de moderación de las sociedades desarrolladas, que sabe subrayar la importancia de la correlación entre lo deseable y lo posible en la gestión del poder. O lo que es lo mismo: primar la inteligencia ejecutiva por encima de la retórica insana de los iluminados. Confiemos en ello.