La botella medio llena consigna el cumplimiento a rajatabla del mandato regio de una «justicia igual para todos», en el seno de la propia familia real. La botella medio vacía está un poco harta de que cada comentario sobre los millones de euros públicos regados sobre Iñaki Urdangarín deba ir acompañado de una exaltación de su mujer, en los límites de la adoración religiosa. La actitud reverencial rehabilita el pacto tácito sobre la monarquía, donde anida la semilla del escándalo en curso. A quién se le ocurrió pensar que una institución se vería envuelta en un manto de silencio sin que sus integrantes más pícaros aprovecharan la invulnerabilidad para obtener beneficios inmediatos, que siempre son económicos.

Se insulta a Cristina de Borbón al desligarla de los manejos que realizaba Urdangarín mientras su esposa ocupaba el número cinco a la sucesión al trono. La infanta es inocente, pero no tanto. El fiscal general le ha hecho un flaco favor a su misión, al enredarse en la ausencia de motivos para citarla a declarar. La duquesa de Palma posee la mitad de las acciones de la inmobiliaria implicada en los hechos, donde ejerce de secretaria de la junta. En el entramado aparecen otros altos funcionarios de la Zarzuela, por no hablar del lógico disfrute compartido de la fortuna amasada por el duque consorte de Palma. Pese a ello, la duquesa no hizo demasiadas preguntas, una actitud impecable cuando se trata de preservar la estabilidad de la pareja.

El nuevo formulario sobre la gravísima situación en que Urdangarín ha embarrancado a su familia obliga a adjuntar protocolariamente que su esposa es una santa. Es un argumento machista, por mucho que jueces y fiscales le hayan extendido a Cristina de Borbón la exculpación de que ya gozó la esposa de Jaume Matas. Cuando el vecino —o el esposo— se presentan en el domicilio con un flamante Ferrari —o un apabullante palacete— es muy humano preguntarse de dónde han sacado el dinero para esta adquisición. En el caso de una heredera al trono que no ha renunciado a sus opciones, la vigilancia de los signos externos de su entorno se hace obligatoria. La compensación grandilocuente de las malaventuradas andanzas de Urdangarín con las innegables virtudes de su esposa obedece al papanatismo cortesano. Los exégetas recuerdan al médico de Sadat, cuando anunció la muerte del rais egipcio al grito de «¡Sólo Dios es inmortal». Se desvía la atención y se remite a una autoridad superior que precisamente ha quedado en entredicho por culpa del esposo de Cristina de Borbón.

Aunque el matrimonio ingresa más de un millón de euros anuales en sueldos de Telefónica y la Caixa, que jamás percibirían de no mediar su inclusión en la familia real, un incremento patrimonial de una docena de millones a través de una sociedad compartida no debió pasarle desapercibido a la infanta. Podría haberse planteado las preguntas elementales sin necesidad de incurrir en el espionaje conyugal. No era un asunto matrimonial, estaba en juego la Corona según se acaba de demostrar. Si abusar de la inocencia de Cristina de Borbón es un insulto a la familia real de quienes pretenden adularla, el comportamiento deviene miserable en los quisquillosos que espolean o critican a jueces y fiscales por no reclamar a la Infanta, cuando han brindado un ejemplo de coraje sin precedentes. Ambos comportamientos coinciden a menudo en las mismas personas, que cantan el virtuosismo de la hija del Rey para exigir enseguida su citación judicial, a fin de criticar posteriormente a los funcionarios que se atrevan a sustanciarla.

El manifiesto más contundente contra la inocencia de Cristina de Borbón procede de José Ramón Soriano. El magistrado del Supremo concedió a este diario una entrevista durísima contra la corrupción, sorprendente en quien firmaba simultáneamente una condena a Garzón sin una sola mención a las tropelías de la indefensa trama Gürtel. El juez aconsejaba la citación de la infanta. «Si yo fuera el responsable de esa instrucción, claro que lo haría. Si formaba parte de unas sociedades, algo sabe». Incide además en la inteligencia de Cristina de Borbón. «Parece que la mayor responsabilidad es de su marido, pero él arrastró a la compañera, que parece que no es una persona tonta. Citarla contribuiría a que el ciudadano creyera en la justicia. No se la puede dejar fuera ni evitar que declare, porque no tiene ningún privilegio».

En un país donde no hay monárquicos pero todos se hacen los monárquicos, la familia real se ve afectada por un conflicto generado en su interior, sin ayudas externas ni riñas dinásticas. Y cuando otra infanta, Pilar de Borbón, ordena callar, cabe recordar que la Corona debe demostrar su utilidad a diario, si no quiere ser arrastrada por unos mercados más implacables que los jueces a la hora de condenar obsolescencias.