Dejemos el hielo asesino, el que cubre media Europa, sepulta pueblos, solidifica ríos y deja sin agua y sin ducha a Castell de Cabres al congelar las cañerías y volvamos a los inmensos inlandsis. Allí durante miles de años se ha ido acumulando capas de hielo. Dentro de este hielo quedó aire atrapado, que nos dio evidencias sobre el clima del pasado. El agua se compone de dos átomos de hidrogeno y uno de oxígeno, H2O, pero no todo el hidrogeno es igual ni tampoco el oxígeno. Hay de más ligero y de más pesado. Éste último es el deuterio, en el caso del hidrógeno y el 18O, para el oxígeno. El agua con componentes más pesados es más difícil de evaporar, condensa más fácilmente y también precipita antes, procesos que se intensifican con temperaturas bajas. Por tanto, burbujas de aire con formas menos pesadas señalaban temperaturas más frías. Se taladraron largos núcleos de hielo en los inlandsis de Groenlandia y de la Antártida, destacando el de Vostok que permitió conocer el clima y la atmósfera de los últimos 420,000 años, con hasta cuatro periodos glaciares. En 2003, el que se consiguió en el Domo C, en la Antártida oriental alcanzó 740,000 años e identificó hasta ocho periodos glaciares. No había duda que el hielo cubrió extensas regiones del globo, tal como afirmó Louis Agassiz en 1837, viendo las rocas rayadas de las montañas del Jura y los bloques erráticos de la meseta suiza, antes explicados por el Diluvio Universal. Ese aire también enseño su contenido en dióxido de carbono y en metano, permitiendo establecer una relación entre gases de invernadero y temperaturas en el clima pasado que se extrapoló al presente. Como la Humanidad, del frío nació el «cambio climático», el infierno que está por llegar. Pero de momento, no olviden la chaqueta.