Las vueltas y revueltas que se sucedieron antes de que el Gobierno nombrara director del Instituto Cervantes a Víctor García de la Concha parecen, en el remanso que ha seguido a la toma de posesión del ilustre académico, escaramuzas para darle más relieve al puesto que ahora asume uno de los mejores gestores culturales que ha tenido este país.

Hubiera sido un lujo (y así se dijo) que Mario Vargas Llosa hubiera dicho sí a la propuesta que el Rey apoyó. Pero hubiera sido, sobre todo, un dolor de cabeza para el Nobel, que tiene su vida marcada por la obsesión literaria, de creador, de fabulador a tiempo completo.

De la Concha, en cambio, es un hombre que responde a otros estímulos públicos e institucionales mucho más diversos que los que animan al autor de El pez en el agua. Ha sido impulsor de actividades muy variadas en el ámbito de las relaciones de los escritores consigo mismos, y este es un aprendizaje en el que brilló como un promotor bienaventurado; prosiguió ese pastoreo dificilísimo de egos y de intereses al frente de una institución a la que le dio brillo y esplendor, la Academia de la Lengua, cuya antorcha dejó bien encendida su maestro Fernando Lázaro Carreter.

Al frente de la Academia demostró que es capaz de convertir la lengua en un pañuelo chico; integró a las academias iberoamericanas con la Academia de Felipe IV e hizo que ese barco —la lengua española— remara en una sola dirección. Y acaso sólo él sabe a estas alturas lo complicadísimo que es poner a dos académicos o a dos academias a seguir un mismo rumbo. Una tarea tan delicada, en todo caso, como la de poner a dos escritores a sentir que tienen que caminar por la misma vereda.

Pues él lo consiguió. Le dio a la lengua (es decir, a la aventura de poner la lengua en situación de competir con las otras) una importancia global, la apoyó en diccionarios, en ediciones conmemorativas, en asambleas que condujo con mano milagrosa, consiguió que pareciera de seda su gestión de los diversos intereses locales a favor de una gestión panamericana que ahora parece que se inventó sola cuando en realidad la inventó él mismo. De modo que este nombramiento parecía caerse de pura lógica.

Estuve en la celebración con la que se le recibió en el Cervantes. Él estaba arropado por su antecesora, Carmen Cafarell; y con ellos estaban el ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, y el de Cultura, José Ignacio Wert, cumpliendo el rito de estar de acuerdo en torno a una institución que entre los dos controlan pero que haría muy feliz a cualquiera de ellos. Lo que latía por encima de ese hecho, la toma de posesión, es que había un acuerdo que iba más allá de las iniciativas conjuntas que condujeron a los dos ministros a proponer a Víctor García de la Concha.

Los que estaban allí, incluidos los anteriores directores del Instituto Cervantes, que son cada uno de su padre y de su madre, estaban persuadidos de que este académico que llega a la cúspide del principal centro de difusión del español en el mundo es la figura adecuada para llevar a cabo una tarea que, por encima del negocio y de otras patrias de lo material, representa la mayor apuesta cultural de la lengua española, y, por tanto, del espíritu que late en nuestra literatura.

Por eso había allí, en la sede del Cervantes, ese ambiente de fiesta. Se lo dije a José María Lassalle, el secretario de Estado de Cultura. Parece una fiesta, hace tiempo que no veía un acto institucional que exhalara tanta alegría. Y él me dijo: «Es el fruto del consenso». No le dije, y se lo tenía que haber dicho, que es, sobre todo, Víctor, naturalmente, quien concita esa unanimidad, que es el factor del que parte para lograr, ojalá, una gran labor donde más se le espera. En la delantera de la lengua española.