Los estudiantes valencianos de un instituto de Secundaria se echaron a la calle para protestar por los recortes en materia de educación y la policía cargó violentamente contra ellos, y contra otras personas que espontáneamente acudieron a protestar por ese comportamiento. Las imágenes de la actuación policial rodaron rápidamente por las televisiones y la impresión general, a falta de otros datos, es que fue desproporcionada.

El suceso podría haberse reconducido con la apertura de una investigación judicial o administrativa para delimitar responsabilidades, pero las declaraciones del jefe superior de Policía de Valencia vinieron a complicar las cosas. Este señor compareció en rueda de prensa junto a la delegada del Gobierno e hizo un discurso belicoso. Pegando puñetazos sobre la mesa calificó de «enemigo» a batir a los estudiantes de Secundaria y justificó plenamente la actuación de las fuerzas de orden público y por tanto la bondad de las órdenes que el mismo les hubiera impartido. El energumenismo de este mando fue criticado hasta por los sindicatos de policía, uno de los cuales le reprochó que se presentase en público sin uniforme y vestido de paisano como solían los miembros de la tenebrosa policía social franquista.

La protesta estudiantil de Valencia se ha extendido a otras ciudades de España y provocado una intensa polémica porque anticipa las posturas que hemos de adoptar si el creciente malestar social deriva en conflictos de orden público. En los medios afines al Gobierno, (que ya protestaron de la falta de contundencia del anterior ejecutivo socialista contra las concentraciones de los indignados) se asegura que la algarada estudiantil estuvo dirigida por alborotadores profesionales, e incluso por los propios profesores de Secundaria que utilizaron a los alumnos para vengarse de las recientes bajadas de sueldos. «Algunos profesores prometieron aprobados a los que participasen en la protesta» le oí decir a un excitado tertuliano de la radio.

Los profesores, los actores, los sindicalistas y los funcionarios son últimamente uno de los objetivos favoritos del agitprop más rancio y reaccionario. La falta de ecuanimidad de algunos tertulianos es proverbial, pero ya resulta más preocupante que esa misma tesis conspirativa la defiendan algunos ministros. El de Interior, señor Fernández, manifestó que «había elementos radicales infiltrados entre los estudiantes de Secundaria». Y el de Justicia, señor Gallardón, dijo que «la policía que nos permite ser libres había sido agredida». Este tipo de explicaciones sobre los radicales infiltrados, la policía como garante exclusivo de la libertad personal, y el enemigo que acecha en la sombra, nos retrotrae al lenguaje que se empleaba en la dictadura para desacreditar cualquier movimiento social.

Al respecto, recuerdo lo ocurrido en un periódico donde yo trabajaba en los primeros años de la década de los setenta, cuando el franquismo caminaba hacia su ocaso. Habíamos publicado una noticia sobre la convocatoria de una huelga en una importante factoría, y la gerencia de la cadena, desde Madrid, ordenó al director que escribiese un editorial criticando a los entonces prohibidos sindicatos. El director, que era muy obtuso pero se mantenía en el cargo por la proximidad de un pariente suyo al aparato de seguridad del dictador, no sabía qué decir y recurrió a recortes de prensa de los años cuarenta. El resultado fue delirante. Al parecer, agentes extranjeros pagados con el oro de Moscú habían cruzado clandestinamente la frontera para armar lío. «Sabemos quiénes son», concluía. Al día siguiente se presentó en el periódico el jefe de la Brigada Social para pedirle esos nombres. Era una huelga de celo.