La Valencia de los años setenta ya no existe, pero aquella ciudad es la que nos hizo. Absorbíamos la vida en sus calles, en sus barrios, en los billares Colón, en los bocadillos de calamares de los Toneles. Deambulando ahora por el centro, entre un laberinto de sombras, siempre vuelves al instituto Lluís Vives de Valencia en donde hiciste el bachillerato. Los lugares y la memoria condicionan nuestras vivencias, los recuerdos de aquellos espacios en que fuimos jóvenes. Esta semana la actualidad ha vuelto a aquellas aulas. ¡Pero los tiempos son tan distintos! Ahora conectados online con todo tipo de dispositivos móviles asistimos al espectáculo de la realidad en los procesos judiciales, en las movilizaciones sociales y nos pasamos media vida con los smartphones, enviando correos o whatsapps, entre seguidores de Twitter y amigos de Facebook. De esta forma, como sostenía el poeta peruano José Watanabe: «Lo real en el lenguaje se ha quebrado. Pero eso no es motivo para no intentar encajar las piezas, las conexiones de las piezas».

A veces hay situaciones sin lógica y sin principio como en El discreto encanto de la burguesía, filme de Luis Buñuel que se estrenó hace ahora cuarenta años. Sigues aquel mundo de apariencias y superficialidad, las aventuras y malentendidos de su sexteto de personajes perseguidos por el miedo a la satisfacción del deseo, interrumpidos siempre por situaciones reales o soñadas, a don Rafael, el embajador de Miranda y a su atrabiliaria tropa y crees que sólo faltan las peripecias de Dominique Strauss-Kahn en esta comedia sin gags. DSK ha vuelto de nuevo a los tribunales, ahora por el asunto del hotel Carlton de Lille. Una corte de francmasones imputados por la justicia, arrestados por organizar una red de prostitutas, mientras la opinión pública francesa se pregunta por qué no salieron antes a la luz las hazañas de esta estrambótica pandilla.

Todo sucede con retraso. Hoy comienza una nueva cumbre del Consejo de Europa en Bruselas y se retrasa de nuevo la ampliación del fondo de rescate financiero después del segundo rescate griego. Se pretende crear un paquete de salvamento de 1,5 billones de euros para poner freno a los contagios de la crisis de deuda. Hacer un cortafuegos entre el G20, el FMI y la Comisión Europea y después diseñar —porque los torniquetes no bastarán— una estrategia de crecimiento que acompañe a las reformas estructurales y a la consolidación fiscal. En este camino está nuestro gobierno, que persigue la estabilidad con la puesta en marcha de reformas mientras arbitra mecanismos para inyectar liquidez a las autonomías y fórmulas que permitan el pago de la deuda a los proveedores. Pero la imagen de España no depende sólo de los esfuerzos por estabilizar su economía, sino también de la solidez de sus instituciones y de la credibilidad que transmitan. Evitar los excesos en las cargas policiales, los lapsus linguae de sus responsables y dejar que los jóvenes de secundaria defiendan sus derechos desde la normalidad democrática también ayuda a transmitir confianza.

La autoridad de las palabras sigue configurando nuestra realidad política. A veces reconocer algún error no está de más. Sin ir más lejos, Angela Merkel, días antes de la cumbre ha seguido el consejo del viejo Churchill: «He tenido que comerme muchas de mis palabras y me ha parecido una dieta muy nutritiva». La máxima dirigente europea ha pedido perdón y proclamado el fin de la impunidad del terror neo-nazi y ha calificado al asesinato de nueve inmigrantes de los últimos años como «una vergüenza para Alemania». La nuestra es una sociedad herida que necesita mejorar la credibilidad de su clase política. Es tiempo de evitar los líos y ruidos innecesarios. Nuevas generaciones se acercan a la vida política en defensa de la enseñanza pública. No es el retorno de los jinetes del apocalipsis a nuestras calles la respuesta que deben recibir de nuestras instituciones. Mejor permitir que las nuevas generaciones recorran su camino.

Estos días iniciamos las fiestas con su atmósfera de pólvora y traca. Somos un pueblo proclive a los excesos. Un pueblo que cuenta con excelentes instrumentistas de viento. Maurice André fue minero en su adolescencia antes de convertirse en un maestro de la trompeta. Murió hace unos días en Bayona. Enseñaba su lámpara de minero a sus visitantes y para él era «mejor que un Ferrari». Hablaba así de la calidez de su música: «La trompeta es un instrumento difícil, suscita reacciones ambivalentes: ha tenido un uso guerrero, el sabor del triunfo y del desfile, con orígenes bíblicos en la imagen del Apocalipsis. Pero además, sabe hacer bailar a las chicas en las fiestas populares».