Dentro de pocas semanas se cumplirán 41 años de la publicación en Abc de un importante artículo de José María Pemán titulado El catalán: un vaso de agua clara. El académico afirmaba que «el primer problema del catalán como idioma es éste de calificarlo como "problema". En este caso, como en otros muchos, el problema es el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es».

Decenios más tarde, vigentes una Constitución y unos estatutos infinitamente mejores, en particular en el orden lingüístico, que sus equivalentes bajo la II República, cabría esperar que la manipulación de aquel «vaso de agua clara» hubiese desaparecido. Ha sido así y no ha sido así. En efecto, hoy en Cataluña es una rareza absoluta la frase posbélica de «hábleme en cristiano». Hay, en la calle, en cuanto a las actitudes sociales generales, una evidente paz lingüística, superior a la apreciable, por ejemplo, en Bélgica.

Pero, como escribió Pemán entonces, «las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por políticos ¡que ésos si son problema!». La refundación soberanista e independentista de CDC, creada utilitariamente por Artur Mas y Jordi Pujol (a sus 80 años) ha enturbiado el agua clara que expuso Pemán. Mas y Pujol obran sin ninguna esperanza de éxito, para desviar la atención respecto a sus infinitos desastres de gestión concreta. Han optado por enturbiar lo que siempre habría habido de ser agua clara. En el orden lingüístico, el principal problema del catalán es la pérdida de su fuerza cultural, es decir, de sus contenidos, de su capacidad (que tuvo hasta fechas recientes) de ser una luz en el siempre cambiante camino hacia la modernidad. Como afirmó el gran lingüista Benjamin Lee Whorf, la lengua y la cultura son recíprocamente madre e hija la una de la otra.

Hoy en Cataluña, y a causa de la política catalana, aquella fuerza cultural está socavada y quizás agonice. El latín murió por haber dejado de ser lo que había sido culturalmente Lo he escrito en Cataluña y en catalán, sin provocar ninguna réplica. No tengo ninguna razón ni ningún miedo para no escribirlo en español. Como afirmó un gran poeta catalán, sólo me siento forastero en la Luna.

Ahora no hay ninguna razón externa a Cataluña que pueda afectar seriamente a la lengua y la cultura catalanas, que siempre serán de pequeña extensión. En cuanto a causas internas, hay muchas y muy profundas. Una es el intervencionismo partidista en la cultura. Otra es el contraste entre proferir cantos de sirena irrealistas e irredentistas, conceptualmente indefensables y políticamente fallidos (¿qué ha pasado, si no, en el patético Quebec?) para tapar el fracaso de las políticas catalanas concretas y reales. Hoy destaca la destrucción despiadada de la sanidad pública autonómica que —datos en la mano— sitúa a Cataluña peor que el resto de España. De pasar por ser un modelo, Cataluña se ha convertido en un antimodelo. Lo saben todos los gestores sanitarios.

Vista esta realidad fáctica, presentar la quimérica independencia como una Ave Fénix renaciendo de sus propias cenizas resulta ser un chiste malo, o un cebo para peces atontados. En cambio, estamos bien servidos en cuanto a crear artificiosamente y utilitariamente un problema identitario, inexistente socialmente, para así «manipular una cosa que en sí misma no lo es», como escribió Pemán ya antes de que se promulgasen una Constitución y unos estatutos, impensables hace 41 años.