Recuerdan ustedes cuando se alegraban de que, por fin, fuera viernes? ¡Qué tiempos aquellos! La mayoría estaba contenta desde que se levantaba, ratificando que la cara iba transformándose a medida que la semana avanzaba. Unos se ponían a escudriñar en la cartelera para ver si había algo potable y acercarse al cine, al teatro o a algún concierto a poder ser con amigos, con idea de tomar luego algún montadit0 y quedarse la mar de a gusto crucificando al director e incluso al de enfrente por haberle encantado el engendro. Qué gustazo. Es lo bueno de la amistad, que es muy sufrida. Otros miraban el pronóstico del tiempo para saber si se mantenía la salida al día siguiente a la sierra D´Olta, con una subidita de aquí te espero, para conquistar un mirador de antología sobre la bahía de Calpe y el Peñón de Ifach. Estando arriba, se distingue mucho mejor la dimensión de lo que nos rodea, lo cual ayuda a relativizar las cosas, igual que si se está en medio del mar y la visión es a la inversa. Qué paz insufla el Mediterráneo, tan sosegado él, y qué pelotazo te pega el arroz en el estómago tras cerca de cinco horas por esos tramos pedregosos que, cuando no puedes más, te llevan a preguntarte qué coño haces tú allí, aunque nadie te obligue. No es que hayan dejado de hacerse planes para los fines de semana, por supuesto que sobreviven. Lo que pasa es que, hasta los que los realizan, no pueden evitar preguntarse cuánto les queda, después de haberle metido más de un recorte a las salidas por pura precaución. En lo primero que piensan ahora el viernes es en lo que ya saben. Y cuando escuchan que ha dado comienzo la reunión del Consejo de Ministros, algo se les corta. Bien la leche, bien la respiración. Y, si como en una de las últimas semanas, la comparencia sobre el mismo se dilata lo nunca visto, entonces ya es cuando al personal le da algo. Que, bueno, tampoco viene mal. Es una forma como otra cualquiera de ahorrar.