El sábado acudí a Planes con la intención de disfrutar de la Festa del Xop y reunir material para mi sección Parada y fonda. No podía imaginarme que poco antes de las diez el jolgorio acabaría en tragedia: el enorme tronco, de unos quince metros de largo, rodó al fallar una de las tijeras que lo sostenía y mató a un chaval de Cocentaina en el acto, además de romperle la pierna a otro. Diez minutos antes sacaba fotos de la fiesta en el mismo punto donde se produjo el accidente. Desde el bar no oí gritos, sino como un sordo mugido de decepción y parálisis. Salí a la calle de un salto y antes de ver a la víctima mortal me encontré con un chico que se retorcía en el suelo, loco de dolor (no le había ocurrido nada), sujeto por sus amigos. La gente ­corría desorientada preguntando por los suyos y los niños temblaban abrazados a sus padres. Y ahí acabó todo. Empezaron a caer los goterones de un chaparrón misericordioso. Pocas veces me he sentido tan desolado.

La Festa del Xop es un antiquísimo rito pagano cristianizado, como todos los mayos. Se plantan árboles en Millena, Agres y Altea, pero, como ocurre con la muixaranga, es muy probable que dos o tres generaciones atrás se celebraran fiestas parecidas en muchos otros pueblos. Como todo rito de iniciación y tránsito, comporta un riesgo: los chavales entran en el pueblo cargados con su chopo como si fuera un ariete para abatir las puertas de un castillo.

Algo habrá que hacer para que la muerte de este chico de 24 años no sea en vano. Vi el desarrollo del festejo desde el primer minuto: eligieron un chopo enorme, situado en una profunda hondonada y lejos del pueblo. Llegaron reventados. Dieciocho años ahora no significan lo mismo que hace treinta años y tampoco son muchos los habituados al duro trabajo físico. La impresión de esfuerzos desordenados y estériles era persistente. La falta de coordinación, muy visible. Algo habrá que hacer para salvaguardar los aspectos esenciales de esta fiesta y poder celebrarla con ciertas garantías sin necesidad de imponer la ley seca. El cura del pueblo aguantó allí hasta la llegada de los padres del desgraciado chaval.