A nadie puede responsabilizarse más que al ser humano de la grave degradación que sufre nuestro ecosistema. El masivo y descontrolado aprovechamiento agrícola del territorio, que ha obligado a multiplicar los pozos que esquilman los acuíferos naturales, ha dejado a muchos municipios sin una de sus estampas más tradicionales: la refrescante imagen de los chorros de las múltiples fuentes públicas que hasta hace muy pocas décadas centraban la vida social del entorno rural valenciano. La sociedad no ha dado respiro a la regeneración biológica. Cuando la explotación citrícola comenzó a resentirse por la pérdida de rentabilidad, las élites políticas y financieras apostaron por otro monocultivo mucho más productivo: el desarrollo inmobiliario. Lejos de racionalizar el consumo de agua, la planificación urbanística multiplicó las necesidades de agua, tanto para atender las necesidades del consumo humano como para garantizar el abundante suministro que exige la actividad turística. Cegados por la hipotética riqueza que proporcionaba la construcción se llegaron a aprobar inmensos planes urbanos con dudosos informes de reserva hidráulica en zonas que en modo alguno podían certificar el suficiente abastecimiento de agua, como se han encargado luego de demostrar numerosas sentencias judiciales.

El resultado de tan insensata gestión del territorio no sólo se ha traducido en un paisaje cuajado de edificios sin acabar y solares urbanizados sin uso, sino que también ha dejado marcas indelebles en los recursos naturales que definían la fertilidad de esta tierra. Los colectivos ecologistas consideran insuficientes las restricciones que plantea la directiva europea y exigen recuperar todos los manantiales. Difícil es cuando también se ha secado la cordura.