Igual que la confesión es el invento más práctico y económico para curar desmanes, la interpretación de las catástrofes como una suerte de fatalismo divino es la forma más barata y cómoda de resignación. Especialmente para el gobernante. Una inundación, un incendio o incluso un accidente de metro con 43 muertos son presentados como expresiones modernas de las diez plagas bíblicas que sufrió Egipto. Situados en ese escenario, se borra la responsabilidad y sólo cabe el lamento y el llanto. Ni la rabia ni la crítica y menos aun la reivindicación. En ese marco referencial, que diría Lakoff, cualquiera que ose exigir explicaciones es reputado como mínimo de antipatriota con mal gusto y nulo saber estar ante la desgracia de sus convecinos. El socialista Ximo Puig caminaba ayer, como Rubalcaba, de puntillas sobre las cenizas, temeroso de que lo acusen de carroñero. Por eso habló de una «actitud exigente, pero responsable». Los consellers de turno, en este caso Serafín Castellano e Isabel Bonig se escabullen del juicio político para encabezar la cola de quienes desfilan para transmitir condolencias y solidaridad. A todos los ciudadanos y muy especialmente a los vecinos de los 22 municipios afectados en su patrimonio forestal, económico y en su paisaje y paisanaje. Actuaciones temerarias en el monte siempre las habrá, pero el gobernante no está para refugiarse en negligencias como chivo expiatorio sino para minimizar sus consecuencias por la vía de la prevención y la extinción.

Si el resultado de una imprudencia son decenas de miles de hectáreas calcinadas, al político no le queda otra que dimitir. Y dos minutos antes explicar cuántas horas tardaron en actuar los servicios contra incendios en el primer foco que surgió, a las cuatro de la tarde del jueves, cerca del poblado construido para los trabajadores de la central hidroeléctrica de Cortes de Pallás. Explicar que ese día parte del vertedero de Dos Aguas ya fue pasto de las llamas y si es cierto que los helicópteros demoraron en exceso su intervención por descoordinación en el corte del fluido eléctrico en las líneas de alta tensión.

El presidente Fabra habló ayer de «prueba de la naturaleza» y el vicepresidente Císcar se refugia en las condiciones meteorológicas —viento y altas temperaturas— que fueron, dice, un «cóctel explosivo». Como si la Comunitat Valenciana fuera Laponia y los 40 grados con poniente constituyeran un maridaje nunca visto. En esta catástrofe hay que dar el pésame a la familia de José Agustín, el piloto fallecido en acto de servicio a la sociedad. Y a los afectados ofrecerles explicaciones, ayuda y dimisiones por respeto y decencia. Más que nada porque el foco mediático es de naturaleza nómada. Un día se centra en el terremoto de Haití, mañana se va a la guerra civil de Libia, pasado a Lorca y si te he visto no me acuerdo.

Hasta que dentro de otros 18 años brote de nuevo el fuego a tiro de piedra de una central nuclear, de la mayor hidroeléctrica de España y de un macrovertedero ilegal y venga otro conseller, o quizás el mismo, a pedir que todos formemos una cadena de hombros para llorar a coro con la falsa responsabilidad como bandera, por no decir como manto hipócrita para tapar negligencias políticas.