En alguno de sus ensayos, George Steiner ha hecho notar la ausencia de un poema que celebre, a la altura de los clásicos, el alunizaje de la misión del Apolo XI en 1969. No se me ocurre ninguna respuesta convincente €¿la fractura entre ciencia y arte?, ¿el escaso vigor de la literatura en nuestros días?€, más allá de que, con el tiempo, la humanidad ha ido perdiendo capacidad de asombro. Hablo de las emociones, por supuesto. Apenas quedan tierras vírgenes pendientes de explorar. El uso abusivo de la imagen ha ido reduciendo el espacio que antes pertenecía a la imaginación. A pesar del repetido esfuerzo divulgativo de los científicos, los arcanos de la ciencia €el bosón de Higgs, la mecánica cuántica, la genética molecular, etcétera€ resultan tan incomprensibles como el sumerio o el análisis bursátil. Si no se participa de algún modo en la experiencia personal del misterio que vislumbran los matemáticos, los físicos o los astrónomos, difícilmente cabe la creación artística, y en todo caso sería un sucedáneo.

Le doy vueltas a todo esto mientras escribo sentado frente a la playa de Los Cancajos, en la isla canaria de La Palma. A mi espalda se levanta una cortina de humo €el incendio en Mazo€ y veo pasar unidades motorizadas del Ejército. En el televisor exhiben una y otra vez los rescoldos dorados de la gloria olímpica, como si el medallero definiera el prestigio de un país. Sucede algo similar con el fútbol €la Champions, la World Cup€, aunque entiendo que a una escala menor. El camarero que nos sirve las bebidas mira de reojo un partido de tenis. Pienso que el estadio de Wimbledon forma parte de la etiqueta de la literatura británica, al igual que las odas a los atletas de la antigua Grecia. Sin embargo, nadie ha cantado del mismo modo la primera puesta de sol en la Luna €la mirada de Neil Armstrong€ ni el eco divino en el bosón de Higgs. Lejos de la parafernalia mediática, lo más fascinante de estos días no ha sucedido en Londres ni en las pantallas de un ordenador donde fluctúa, nerviosa, la prima de riesgo, sino a millones de kilómetros: en la órbita de Marte, donde la sonda Curiosity aterrizó con éxito en el planeta rojo. En circunstancias así, a uno le gustaría subir hasta el Observatorio del Roque de los Muchachos y compartir la emoción, casi infantil, del momento.

Supongo que el fundamento último que nos convierte en seres humanos reside en la experiencia de la gratuidad, al menos en su sentido más elevado. Un poeta no necesita justificación alguna para sus versos, sino que simplemente entrega lo que ha recibido, un atisbo de la belleza que a menudo lo supera. Un padre ama a sus hijos de una forma que ni siquiera la atadura de la carne puede explicar. Tampoco es fácil argumentar los motivos por los que el hombre ansía continuar explorando el espacio estelar y, no obstante, resulta difícil dar con una empresa más noble. Toda la aventura de Occidente se encuentra ahí: en el afán por el conocimiento, la cooperación entre las naciones, el asombro por lo que todavía no sabemos, el sello aristocrático de lo que aparentemente carece de cualquier utilidad