Más allá, fuera, hay juegos olímpicos, vacaciones, convenciones republicanas y, entre nosotros, cerca y lejos, fuegos y llamas. Sin embargo, por intensos que sean los acontecimientos que vivimos a nuestro alrededor y por terrible que sea esa emergencia general que los incendios dejan a su paso por las tierras de España, la sensación dominante es que vivimos en una angustiosa sala de espera. Instalados en ella, cada uno puede encarar el futuro de una manera, según su carácter y situación. Pero nadie instala un campamento en una sala de espera. Ahí no se puede seguir de forma permanente. Esa es la cuestión. Nadie puede vivir todo el tiempo en la sala de espera. Y el Estado, por su propio sentido, menos que nadie.

Los movimientos que está registrando el mundo son de tal calibre, que no puede tardar mucho en cristalizar la situación. Sin embargo, en la sala de espera, ya se sabe, pueden dispararse las reacciones químicas de todo género. Recordemos el sentido y la moraleja de aquel experimento de química emocional que Goethe construyó en Las Afinidades electivas. En esos encuentros en los que parece que no pasa nada, bajo las formas más bien aburridas de la vida burguesa, de repente un catalizador dispara las emociones y determina el juego de las afinidades. Con esa lógica emergente, imprevisible, lábil, se organizan las parejas, los divorcios, las alianzas, los celos y la muerte. En la sala de espera, esa es su condición más básica, puede pasar de todo.

Y en el mundo también. Cuando Wall Street comienza a investigar las cuentas de Standard Chartered, hace algo más que denunciar los abusos de Barclays. Es lógico que la City londinense vele por la solvencia y transparencia de sus instituciones financieras. Es su industria preferida, por mucho que de ella no hablara en la inauguración de los juegos olímpicos, el acto de hipocresía ideológica más detestable de los últimos tiempos. Barclays trampeaba con el índice de prestamos entre bancos y ofrece un ejemplo letal para los clientes. Pero lo que hace Benjamin Lawsky, al frente del regulador financiero del Estado de Nueva York, es otra cosa. No se trata de controlar fraudes en indicadores interbancarios. Se trata de controlar los negocios de las finanzas inglesas con Irán. Es posible que Lawsky se haya precipitado, pero parece poco creíble que haya actuado en solitario. Saber que por instituciones inglesas pasa el dinero con el que Irán financia su programa nuclear es un asunto mayor. El negocio es el negocio, puede decir cualquiera, pero no hasta ese extremo. Es lo que puede pensar el Senado de los EE UU, que tampoco debe actuar en solitario cuando subscribe un informe en el que acusa a HSBC, ese banco que se anuncia en todos nuestros aeropuertos, de blanquear el dinero de los cárteles mejicanos dedicados al tráfico de drogas y de armas.

Podíamos seguir describiendo lo que sucede en la sala de espera. Por ejemplo, esa noticia sutil de un aumento de reservas de plazas escolares en los Liceos franceses de Londres por parte de las grandes empresas de París, ante el anuncio de Hollande de reclamar una contribución especial temporal a las grandes fortunas. Antes, los espías del siglo XVI sabían que se preparaba una guerra porque todo el mundo fabricaba galletas. Hoy, se sabe que va a haber fuga de millonarios franceses si se reservan plazas escolares en Londres. Así que ya se ven las afinidades electivas. Americanos que presionan a ingleses €y al simpático banco ING holandés, no hay que olvidarlo€, franceses que se preparan para irse a la City. No son los únicos. El gobierno alemán prepara una denuncia contra la banca suiza por colocar capitales alemanes en paraísos lejanos. Por nuestra parte, estamos aburridos de llevar la cuenta de los centenares de miles de millones de euros que han salido de España. Nada sorprendente. El decoro patriótico de toda esta gente es el mismo en todas partes.

A pesar de todo, es poco probable que de la sala de espera salga lo único sensato: una regulación del mercado financiero que lo separe de la basura del mundo, incluida aquí la que destila Irán, que no muestra piedad ni con su gente sepultada bajo los escombros, ni con los masacrados en Alepo. Con todos estos movimientos de fondo, cuya única lógica real es la geoestrategia norteamericana, con su lucha contra Irán y contra el crimen organizado mexicano, la situación de Europa es cercana a la insignificancia. Y no sólo porque, como muy bien señalaba Jürgen Habermas en su excelente artículo del domingo en El País, «en un mundo poscolonial», el papel de Europa no puede ser influyente, dada la «cuestionable reputación de las antiguas potencias coloniales, por no hablar del Holocausto». Es más bien porque nuestras poblaciones son por completo ajenas a los razonamientos del realismo político y la lógica de poder que la gran política internacional requiere. Reducidos a un puñado de portadores de la razón de Estado, estos argumentos no mueven a nadie, y por eso Europa, incapaz de definir sus simpatías, se limita a soñar que la primavera árabe es una puerta a la democracia de la gran cultura mundial del Islam. Sin embargo, esa primavera árabe forma parte de lo que sucede en la sala de espera y en ella las afinidades electivas turco-americanas también dejan a Europa en el limbo de los gases nobles.

En estas condiciones de perplejidad, The Economist, entre sorbo y sorbo de té, se permite iniciar una conversación comprometida con Angela Merkel, una de esas que, en la sala de espera, reclaman la atención de los presentes con una indiscreción reveladora, medida, intencionada. Nadie duda del sentido de estas indiscreciones. Buscan producir el estado de cosas irreversible, ese cristalizado que pone fin a la tensa calma de la sala de espera. «¿Estás pensando en fracturar el euro, Ángela?», le pregunta el periodista. «Vamos, no te avergüences. Es lógico que lo pienses». La retórica inglesa aquí no es ideología, sino pura inteligencia, de esa que destapa lo insostenible de las contradicciones del rival. Y en verdad, insostenible es la contradicción en la que se han movido las opiniones públicas de Europa, que en muchos casos han bordeado el chantaje moral. «Por mucho que ayudes al sur, nunca dejarán de tildarte de nazi», dice este venenoso editorialista. Al separar el problema de Europa del contexto mundial, contribuye a la simplificación y la insignificancia que agrava las cosas, y hace de Merkel el deus ex machina del momento. Y no lo es.

La sala de espera se acaba. De eso no cabe duda. Pero los reunidos están a punto de salir y, sin embargo, nadie tiene una remota idea de con quién va a quedar emparejado. En todo caso, los españoles, salgamos con quien salgamos, no parece que tengamos un buen escenario. Habermas, Bofinger y Nida-Rümelin acababan su artículo con Los pueblos tienen la palabra. Y puede que sea así. De lo que no cabe duda es de su conclusión: «La renuncia a la unificación europea sería la despedida de la historia mundial». ¿Estará la voz de los pueblos a la altura de esta constelación histórica? Nadie lo sabe. Pero nadie lo sabrá mientras sigamos en la sala de espera. En todo caso, lo único seguro es que no podemos prescindir de nuestra vieja divisa: vox populi, vox Dei.