Leyendo El príncipe constante, de Calderón, la emoción de Goethe era tan intensa que se le caía el libro de las manos sin dejarle seguir. En una carta a Schiller se atrevió a afirmar que, si se perdiera toda la poesía del mundo, podría reconstruirse con la sola base de aquel drama. El siglo XIX alemán, glorioso en la música, la poesía y el pensamiento, está lleno de inspiraciones del Sigo de Oro español. Richard Wagner, exaltado apologista de la cultura pangermánica, vivió con su amante Mathilde Wesendonk y su segunda esposa, Cósima Liszt, varias décadas de apasionada lectura de Cervantes, Lope de Vega y, sobre todo, Calderón. Dos criaturas fundamentales como Sigfrido y Amfortas, habrían sido muy distintas sin la directa infuencia del Segismundo de La vida es sueño y la poesía mística española. La biblioteca de Wagner en su residencia de Bayreuth, la mítica Wahnfried, atesora dos colecciones completas de los españoles citados, una de lujo y otra muy usada, que verifican su conocimiento exhaustivo de aquellos artistas «genialmente sublimes» (sic). En el teatro de Schiller y Kleist, o la poesía de Hölderlin, las huellas no son menos evidentes.

Nada digamos de la fascinación de la cultura grecolatina en la irrepetible pléyade de artistas y filósofos alemanes del siglo romántico. El camino de Grecia y de Italia fue obligado para casi todos. Las grandes ideas nacidas de las lecturas, visiones, paisajes y ciudades del sur de Europa conforman decisivamente el genio alemán en la época de sus aportaciones más influyentes.

Ese sustrato no parece haber llegado a la señora Merkel, más afín a las brumas del norte. A regañadientes, la segunda canciller de hierro nos perdona la vida a griegos, italianos y españoles con un escepticismo mediterráneo que hubiera abochornado a los grandes santos de su cultura, generalmente ajenos al valor del dinero. Así es la vida, y así camina el mundo. Unos suben y otros caen €caemos€ en la balanza del materialismo factual. El genio meridional produce hoy maravillosos futbolistas y de ellos hay que esperar el único infliujo capaz de sensibilizar a los boreales. Algo es algo, pero no es lo mismo.

Pensar Europa como la pensaron los padres fundadores exige una mirada de conjunto, la generosidad que arranca de las grandes mentes, no de las grandes ambiciones. Casi todas las culturas europeas han sido conquistadoras, pero eso es el pasado. Sorprende que un cierto pensamiento germánico, siempre fracasado con secuelas abominables, mantenga el reflejo imperialista como asignatura pendiente. La expansión territorial se ha transformado en hegemonía económica, pero tampoco estos mimbres podrán tejer la auténtica unidad europea.