En un descuido de los padres, el cerdo se había comido la oreja derecha de la niña cuando esta tenía cuatro años y jugaba con él. La pequeña no lloró o lloró poco, como si el apéndice fuera insensible. Tampoco sangró demasiado. No se trató de un suceso muy escandaloso, excepto por el agujero que dejó en esa parte de la cara, un agujero que tenía algo de guarida y por el que se accedía directamente, sin vestíbulo ni antecámara, al oído, cuyas funciones no habían sido afectadas. El suceso había ocurrido 30 años atrás, en el seno de una familia pobre de un pueblo de Extremadura. El cerdo del que, cuando se produjera la matanza, comerían el resto del año, era una fuente de riqueza de la que habría sido heroico desprenderse, de modo que continuaron engordándolo sabiendo que dentro de él había algo de la niña. Llegado el momento, lo sacrificaron sin ignorar que sacrificaban algo de la niña. A lo largo de los siguientes meses fueron dando cuenta de él intentando olvidar que, en alguna medida se comían algo de la niña. Fue una liberación cuando se terminaron los chorizos y la panceta y los jamones, cuando, en definitiva, se acabó aquella oreja enorme en la que el animal había devenido.

La niña tenía ahora 34 años y viajaba a mi lado, en un avión que nos conducía a México. Mientras escuchaba su historia, había advertido que estaba muy elaborada, como si la hubiera contado miles de veces a otros tantos desconocidos. Seguramente la había ido perfeccionando y trufando de matices, la había ido limando y puliendo como el que lima y pule un diamante, de modo que el resultado final era estremecedor.

Pasados unos segundos, le pregunté si el órgano natural había sido sustituido por alguna clase de prótesis.

€Ah, sí €dijo ella€, una prótesis magnífica, casi no se diferencia de una oreja de verdad.

Dicho esto, se retiró la melena para mostrármela y se trataba, en efecto de una copia perfecta. Le pregunté si podía tocarla, me dijo que sí y juro que lo que toqué fue una oreja de verdad. Fingí asombrarme y volví a la lectura de mi libro convencido de que había tropezado con una loca. Hice todo el viaje despierto por miedo a que me comiera la oreja mientras dormía.