Interrogado por un periodista de esos que preguntan cosas raras, Winston Churchill contestó que la mejor manera de conservar la salud era fumar, beber y no hacer deporte. No era mal consejo, porque Churchill vivió más de 90 años y volvió a ser primer ministro pasados los 80, sin dietas de adelgazamiento y sin dejar de fumar puros. En su época no se consideraba anciano a un político que pudiera ser útil y, a diferencia de los de ahora, a los que se jubila muy jóvenes para que tengan tiempo de enriquecerse, a mediados del pasado siglo regían el mundo gobernantes de edad sin que las cosas marcharan peor que ahora. Desde entonces no volvió a haber políticos, a quienes la mentalidad moderna desecharía por ancianos, como Adenauer, Eden, De Gaulle o Churchill, o gordísimos, como los cancilleres Erhardt y Kohl, o helenistas, como el primer ministro Harold MacMillan.

La elección de John F. Kennedy cambió la tendencia física y de edad de las gentes de gobierno, y a partir de él se tuvo más en cuenta el aspecto que el talento, y se procuró, en una línea ascendente que llega al desatino, que los gobernantes de los nuevos tiempos sean jóvenes, juveniles (que no es lo mismo ser jóvenes que aparentar o querer serlo), guapos, bien planchados, demagogos y deportistas, y la mitad mujeres. Kennedy fue el primer presidente de aspecto deportivo, aunque era poco menos que un inválido. El camino abierto por su aspecto se fue alargando y ampliando hasta que un presidente anciano en sintonía con un papa enérgico y una primera ministra que era cualquier cosa antes que feminista liberaron al mundo de la pesadilla de setenta años de socialismo real. Pero el tipo Kennedy se impuso incluso en sus aspectos claudicantes y, a veces, sobre todo en éstos. El último presidente gordo de EE UU fue Calvin Coolidge. La delgadez progresiva de sus sucesores culmina en la figura asténica de Obama.

Viendo viejos documentales sobre la II Guerra Mundial comprobamos que todos los dirigentes de las democracias que se enfrentaban al nacionalsocialismo fumaban de lo lindo: Roosevelt y De Gaulle, cigarrillos; Churchill, puros; MacArthur, en pipa de maíz, y Stalin, además bebía como un cosaco. Churchill bebía güisqui, pero lamentaba no pertenecer a la generación de su padre, que bebía coñac. En cambio, Hitler, que llamaba borracho a Churchill, era abstemio, vegetariano, no probaba el alcohol (como Franco) y aborrecía el tabaco tanto como la exministra Salgado. De acuerdo con los principios saludables y de ejemplaridad social que rigen esta época, resultaría que de todos los dirigentes de la II Guerra Mundial el único políticamente correcto era Hitler, quien, por si fueran pocas sus buenas costumbres privadas, sentía fanático entusiasmo por el progreso, creía en la ciencia con fe de carbonero, quemaba libros y admiraba las saludables Olimpiadas. Por fortuna, los fumadores y los bebedores derrotaron al virtuoso para bien de la humanidad.