El mismo día en que acababa su tremendo ciclo vital Chavela Vargas, la memoria mortal de Norma Jean Mortensen cumplía cincuenta años de permanencia en el paradigma colectivo.

Escribo de la mujer que conocimos como Marilyn Monroe, nacida en Los Ángeles un 1926 predepresivo, como si esta cita con la vida estuviera marcada para siempre con el fantasma de una permanente tristeza tras una infancia y juventud de extraordinaria crudeza. Sus padres, un desastre de los que dejan huella. Sus ambiciones, sin embargo, un camino prometedor por una serie de citas imprevisibles con el destino, hasta la conocida foto del calendario de marras, donde mostraba un cuerpo y una sonrisa que harían del erotismo una dimensión tan fascinante como inocente.

Desde aquella fotografía tantísima veces repetida y convertida en icono para muchas jóvenes de todas las latitudes, interpretaciones memorables, borracheras que eternizaban los rodajes, crueldades afectivas, ambiciones humanas, mafias y políticos en su casa, letras que solamente más tarde conoceríamos y que nos muestran a una mujer diferente del estereotipo impuesto por las majors, y en fin, para acabar en la camilla donde reposara a la salida de su domicilio en la ciudad que la viera nacer, un cinco de agosto de 1962. En aquel momento, los Kennedy ya eran míticos. Y Frank Sinatra también. Las cosas de la vida, que nos llevan y nos traen por caminos inesperados. Cincuenta años de ese instante en que nuestra compañera de camino adolescente y comienzos de la juventud nos dejara en manos de señoras menos bellas, mucho menos sugerentes, y comenzara el imperio de las actrices aguerridas, duras y un tanto desagradables. Las que los lectores conocen.

Pero deseo contarles mi auténtico descubrimiento de esta mujer. Pasados los años primeros de mi estancia en la Compañía de Jesús, y tras mis estudios de cinematografía en Italia, recalé en Madrid para trabajar en tareas críticas y teóricas. En este momento, conocí a un tipo joven, muy joven, que se llamaba José Luis Garci, quien se presentó en mi despacho de la revista Reseña para decirme que deseaba trabajar con nosotros porque nuestra tarea crítica le parecía seria e independiente. Era bajito, nervioso, ambicioso hasta la sorpresa, pero sobre todo tenía un conocimiento del cine clásico norteamericano que me dejó helado. Su memoria audiovisual rozaba lo anormal. Y me confesó que, con la ayuda de sus amigos críticos de Cinestudio, estaba preparando un corto que se titularía, Mi Marilyn, que vería el triunfo hacia 1975. Viví la elaboración del corto en cuestión como algo propio, y a partir de su elaboración y triunfo en pantalla comercial, mi amistad afectiva y efectiva con la Monroe nació hasta hoy, al cabo de cincuenta años de su muerte. La verdad es que, cuando ella se me hizo presente, llevaba varios años muerta o asesinada, y la mitomanía se desarrollaba a velocidad de vértigo. Siempre he agradecido a Garci, ahora que estábamos tan distantes, el descubrimiento que me hiciera de un animal cinematográfico tan frágil como encantador, en el sentido original de la palabra. Porque la Monroe encantaba, fascinaba, siempre con un toque de tristeza en su mirada€, y en la de quien sabía captarla. La tristeza de los orígenes y de muchos hombres inútilmente conocidos.

Marilyn fue mucho más que una mujer de cine, que una estrella, que la intérprete de Con faldas y a lo loco (1959) y Vidas rebeldes (1961), y por supuesto que la esposa enamoradísima del orgulloso Arthur Miller, quien se empeñó inútilmente en reproducir con ella el argumento de Pigmalion, hasta hacerle un daño irreparable, del que nunca se repondría y le llevaría a barbaridades que acabarían con ella. Más tarde supimos que a la vez que todo lo anterior, andaba en tratos con el sinvergüenza de Sinatra, lacayo insensible del poder establecido, fuera la Mafia o los Kennedy, ya ven. Pero, según escribíamos, Marilyn Monroe fue mucho más, que para muchos significaba mucho menos: un animal herido por la vida, las propias limitaciones morales y genéticas, y en fin, las decepciones que acabaron por abrumarla de alcohol y antidepresivos y que le echaron encima todos aquellos que le prometieron cobijo (eso era lo que buscaba la chica de los comienzos) y solamente le proporcionaron azotes morales y puede que también físicos. Un cervatillo maltratado en la selva de aquella Norteamérica de los cincuenta y sesenta. ¿Se acuerdan de la Nueva Frontera?

Cuando alguien me comenta que se ha dado con alguna sucesora, suelo sonreírme. Es imposible. Hasta el punto de que me niego a visionar bioclips sobre su vida, desperdicios de una auténtica maravilla. Y en fin, para que nos entendamos definitivamente, recupero algo ya escrito. Marilyn me fascinó desde una nunca perdida tristeza inocente. En ella se daba cita la historia de tantos perdedores del cine y de la sociedad yanqui. Tal vez, de nuestra humanidad perdida. Y me entrego al recuerdo de las palabras de Hawks cuando comenzó a dirigirla: «Es una actriz mediocre, pero las cámaras se enamoran de ella». El grandullón de Hawks dio en la diana.

Marilyn Monroe/Norma Jean, in memoriam.