Josep Vicent Boira, en su valioso estudio Valencia, la tormenta perfecta, reapsa todos los nubarrones que propiciaron la tormenta que ha recalado en Valencia en los últimos años. Tras analizar la corrupción, la desmesura y la deficiente financiación, y sin disminuir la importancia de cada una de ellas, pone el acento en la globalización, cosa que me parece del todo punto interesante. Cómo es posible que quienes tuvieron la responsabilidad política no previeran los efectos que la globalización y el cambio de la geopolítica mundial iban a tener sobre una estrecha franja de tierra, situada al Este del Estado español, escasamente preparada para vencer por sí sola tan fuerte embate económico.

Nuestra economía ha caído mucho en los últimos años. Ha disminuido su aportación porcentual al PIB estatal, también ha decrecido en su porcentaje de exportación respecto al total español, así como el de la renta per cápita. Ha crecido, por contra, el desempleo. Valencia supo mantener su carácter de economía abierta al exterior durante la dictadura franquista, exportando cítricos a países del Este de Europa cuando existía el telón de acero. Boira comenta, a este respecto, las palabras de Lluis Font de Mora, cuando cuenta cómo Jose Luis Planells, director general de Anecoop, vendía naranjas a los comunistas checoslovacos. Yo, personalmente, tuve oportunidad de comprobarlo atravesando con Planells, en su vehículo particular, y con Ramón Cerdá, presidente de la Feria, la frontera de Polonia, para dirigirnos a Poznan, cada uno a lo nuestro. Él, a las naranjas, nosotros, a la feria; todos con el objetivo puesto en el comercio exterior.

La economía valenciana afrontó con éxito la firma del Acuerdo Preferencial Comercial del año 1970 con la Comunidad Económica Europea, que supuso un mayor sacrificio para nuestro sector agrícola en favor de una mayor protección arancelaria para el industrial. Soportó con holgura la entrada en las Comunidades Europeas y el período transitorio de desarme arancelario de marzo de 1986 a enero de 1993. Pero la entrada en la Unión Europea supuso, al tiempo, aceptar el acuerdo de liberalización del comercio mundial adoptado en el seno del GATT, en cuanto al desarme arancelario respecto a países terceros no comunitarios. Es decir, por un lado, se vieron favorecidas algunas exportaciones €como los productos cerámicos€mientras, por otro, se redujeron las barreras a la importación que la UE mantenía frente a terceros. Y de ello da buena muestra el crecimiento del comercio de importación procedente de China, y del tráfico de contenedores por el puerto de Valencia.

Cómo no prever, primero, que la necesaria sustitución del Impuesto de Tráfico Empresas por el IVA, así como, más tarde, la incorporación al euro, iba a llevar consigo el encarecimiento de los precios y la pérdida de una política monetaria propia, y que, todo ello, junto a las actuaciones, en ocasiones innecesarias, por parte de las administraciones públicas y entidades asimiladas, derivaría en un déficit financiado vía endeudamiento, de manera que tras años de amortizar intereses continuamos debiendo casi el mismo capital, y que, de nuevo al incrementarse el déficit y ante las perspectivas venideras, debemos volver a endeudarnos, ahora con la próxima denominación de rescate, para poder financiar el gasto corriente de nuestras administraciones.

Cómo no entender que la situación de la UE hoy, con los 27 miembros actuales, y tras la globalización, es bien distinta a la de aquella de los seis países fundadores, tras la II Guerra Mundial, incluso de la resultante tras las primeras ampliaciones. Y que la geopolítica mundial está cambiando con el ascenso de los países emergentes €los BRIC, ladrillo en inglés, Brasil Rusia, India y China€ y el debacle de los PIGS €cerdos, también en inglés, Portugal, Irlanda e Italia indistintamente, Grecia y España€ la liberalización del comercio mundial, el nuevo papel a desempeñar por Alemania tras su reunificación, la apertura a países del Este de Europa, la mayor división entre los del norte y del sur, entre la Europa de los ricos y la de los pobres, y en particular la incidencia sociológica de la caída del muro de Berlín, que vino a entenderse como que, el capitalismo, victorioso, podía hacer lo que quería.

Cómo nadie aquí previó que los valencianos, pequeño pueblo exportador, situado dentro de un Estado incorporado tardíamente a la Unión Europea, en un momento de ampliaciones sucesivas que iban a descomponer el marco inicial, trasladando el eje más al Norte y al Este, en un mundo cada vez más globalizado, en el que los centros mundiales de decisión se desplazan, a su vez, hacia los países emergentes y economías capitalistas que incluyen los países árabes del petróleo, íbamos a tener dificultades para superar la crisis que se avecinaba y que en lugar de dedicarnos a debilitar nuestra frágil economía debíamos esforzarnos en robustecer nuestras tradicionales fuentes de subsistencia. Cómo los sucesivos Gobiernos españoles no actuaron con la austeridad que la situación requería y con la previsión que les es exigible a los políticos, es decir, con la ejemplaridad, que señalaba nuestro recordado Código de Comercio, del buen padre de familia. Y cómo tampoco los actuales dirigentes europeos lo hicieron.

La Unión Europea que, posiblemente, sí que se anticipó a conocer los efectos de la globalización, ha jugado un papel que ha venido a favorecer a los países miembros más poderosos, que tienen su propia política nacional, sea Alemania tras la reunificación o el Reino Unido con su opción financiera al margen del euro, en detrimento de nuestros intereses, agrícolas, primero, e industriales, después. Con lo cual, al coincidir la globalización con la corrupción, desmesura, e injusto sistema de financiación en el cielo valenciano, era fácil prever el resultado, al que Boira se refiere como la tormenta perfecta. Ahora, para superarla, es necesario reactivar esfuerzos nuestros y ajenos, y reencontrar el carácter propio de Valencia en el que todos nos reconozcamos y del que ninguno nos sintamos avergonzado.