Una vez más, la celebración de unos Juegos Olímpicos ha confirmado la paradoja de la competición olímpica, que viene intensificando desde sus inicios en Atenas (1896) el patriotismo de las naciones participantes lo que no ha impedido el reforzamiento del internacionalismo que acompaña a la extensión del movimiento olímpico. Un movimiento que una vez más ha salido reforzado con los éxitos de Londres 2012 y con las coloridas y patrioteras celebraciones de los ritualizados actos de la entrega de medallas.

Aunque algunos puristas del olimpismo fundacional han pretendido neutralizar, sin éxito, la entrega de medallas y el izado de banderas mientras se escucha el himno nacional, proponiendo que sólo se escuche el himno olímpico, lo cierto es que la fórmula paradójica de mantener y acrecentar el prestigio y alcance internacional de los Juegos mediante la exaltación de las naciones a las que pertenecen los vencedores, no parece admitir un ceremonial más neutro. Como rápido balance del reforzamiento del nacionalismo y del internacionalismo propiciados en los Juegos Londres 2012, baste señalar que en ellos se ha superado a los 26 Juegos celebrados anteriormente en el número de naciones participantes, y celebrantes, en la cantidad y calidad de la participación femenina €en el caso de España bien patente, 11 medallas conseguidas por las mujeres frente a sólo 6 de los hombres€, en el número de plusmarcas mundiales y olímpicas mejoradas y, entre otras muchas cosas en su impacto mediático global. Y parece ser también en el positivo impacto económico y prestigio internacional que la celebración de los Juegos ha tenido para el conjunto de la sociedad británica, especialmente y como es obvio para Londres.

No es menos cierto que tales éxitos han ahondado todavía más la brecha existente entre el actual gigantismo y mercantilismo de los actuales Juegos por una parte, y el utópico espíritu olímpico que por otra parte, que caracterizó su fundación a finales del siglo XIX en Atenas con su rechazo del profesionalismo y el enaltecimiento de un aristocratizante espiritualismo deportivo. Un ideario utópico que poco tiene que ver con los actuales millonarios patrocinios de las grandes corporaciones capitalistas y globales, con el mercado multimillonario de compra y venta de estrellas que fomenta todavía más la rivalidad de naciones y clubes, y con la utilidad política que reporta a los países vencedores. Se trata de una transformación que podría utilizarse, aparentemente, para reforzar la argumentación que Vargas Llosa desarrolla en su último libro «La civilización del espectáculo» (2012). Según el Nobel peruano la cultura de la posmodernidad ha acabado cediendo sus ideales humanísticos e inquietudes trascendentes a una tabla de valores dominados por el espectáculo y el entretenimiento. Los lectores de hoy prefieren los libros y manifestaciones artísticas fáciles, que les entretengan, y esa demanda desanima a los autores que se ven impulsados a una creación intelectual que favorezca su fugaz impacto comercial de éxito de ventas y público.

No me parece, sin embargo, que el pesimista diagnóstico de Vargas Llosa pueda aplicarse al olimpismo actual. Porque la espectacularidad que hemos podido ver y disfrutar en Londres 2012 fomenta una práctica y devoción deportiva en la que subyace un ideal ético, una pasión democrática de que gane el mejor, y que se castigue al que no practique un juego limpio, como en el caso de la campeona rusa de lanzamiento de peso que fue desposeída a los pocos días de su medalla de oro por dar positivo en el control antidoping. En Londres 2012 hemos disfrutado de un espectáculo de lo excepcional, de la hazaña deportiva, de la perfección de la ejecución, auténtico paradigma de la meritocracia del deportista hecho a sí mismo, ciertamente con la ayuda de unos recursos humanos y materiales cada vez más poderosos, sofisticados y necesarios. Lo que en su conjunto permite seguir dando vida al lema olímpico de «Más rápido, más alto, más fuerte» (citius, altius, fortius), que bien podría completarse en nuestras mercantilizadas y globales sociedades con el término «y más rico» (et divitius) en el caso de las grandes estrellas vencedoras. Un añadido que no puede extenderse desgraciadamente a la gran mayoría de deportistas olímpicos, que suelen recibir en el caso español ayudas económicas ciertamente modestas, como nos lo recordaba recientemente uno de los tres maratonianos españoles participantes en Londres 2012 al señalar que las ayudas económicas del Plan ADO y de la Federación sólo le permitían ser un mileurista.