Desde cierto punto de vista, ETA es un asunto acabado. Desde otro, sin embargo, está lejos de cerrarse. Como siempre, en estos casos, lo decisivo está en distinguir los diferentes planos que se cruzan y no dejarse llevar por deslizamientos argumentales. Lo que podemos dar por acabado, de forma razonable, es el terrorismo etarra. Sin santuarios extranjeros operativos, sin comandos activos, sin dirección prestigiosa, sin estructura orgánica, sin oportunidades ante una policía meticulosa y experta, y sobre todo con la hostilidad, desprecio y cansancio crecientes de la población vasca y española, se puede decir que la ETA que hemos conocido no tiene futuro. Ella lo sabe tanto como nosotros. Quizá no podamos descartar del todo la irrupción puntual de la violencia, pero el imaginario con el que ETA se autorepresentaba, como un ejército vasco en lucha, o como la vanguardia mesiánica de un pueblo que algún día celebrará como héroes a sus pistoleros, ese futuro ya no es verosímil ni creíble para nadie.

En realidad, para la mayoría de los vascos esa representación se convirtió en una pesadilla que anunciaba una dictadura furiosa. Así, la grandilocuencia de ETA quedó reducida a la retórica de un grupo de fanáticos. Apenas cabe duda de que todo ese imaginario dependía de aquel otro de una guerra civil continua desde 1936, que en las tierras vascas no estaba todavía perdida. El romanticismo siempre ha mostrado una gran capacidad de engañar a los que corrompe con sus ilusiones. Es como la guerrilla colombiana de las FARC. Lo que realmente ha hecho que esa tropa selvática pierda toda simpatía entre la población colombiana ha sido la quiebra del halo del romanticismo. ¿Guerrilleros que mueren de viejos, en su cama? ¿No será más bien un modus vivendi, una forma siniestra de encubrir intereses económicos? De la misma forma, la mirada de la población vasca sobre los hombres de ETA no soportaba desde hace tiempo idealización alguna. No eran la vanguardia de la liberación vasca, sino un cuerpo cada vez más reducido de extorsionadores arbitrarios y crueles.

Sin esas idealizaciones y sublimaciones, la violencia tiene pocas oportunidades de perpetuarse, y la de ETA no ha sido una excepción. Sin embargo, con el final de ETA como organización terrorista no está acabado el problema moral del terrorismo, ni tampoco desde luego el problema político vasco. Pero sería mezclar de forma fatídica las cosas permitir que el punto de vista moral determine la solución del problema político. Tan grave, por cierto, como que determinado interés político perturbe el punto de vista moral. Esto podría ser un movimiento ruinoso tanto para la moral como para la política. Por eso aquí todo se juega de nuevo en un «distingo, ergo sum».

Desde el punto de vista moral, no hay que olvidar jamás que el terrorismo divide a la población entre víctimas y verdugos. No hay términos medios en este asunto. O alguien se duele con las víctimas, y entonces es víctima, o se alegra con los verdugos, y entonces es un verdugo. Desde cierto punto de vista, el estado de ánimo y la intención moral de quien asesina no es muy diferente del que brinda sobre un cadáver de cuerpo presente. Lo que está en juego cuando se pide a Bildu que condene la violencia de ETA, no es otra cosa que solicitar que haga una manifestación expresa de no sentir alegría ante una víctima. Es tanto como reconocer que no forma parte de los verdugos. Esta declaración es muy importante porque, con ella, se persigue ante todo que las víctimas sean reconocidas como tales, no como culpables que se merecen el daño.

Un castellano de frontera, judío de Burgos, llamado Alfonso de Cartagena, en el siglo XV dijo que el dolerse de forma común configura la amistad cívica. Desde el punto de vista moral, uno debe suponer que la diferencia entre el criminal común y el terrorista de ETA es esta: el criminal mata para conseguir un fin, mientras que el terrorista mata como objetivo en sí, por un odio genérico a sus víctimas. Lo más personal, la culpa, se torna algo abstracto y genérico. Eres judío, luego culpable. Español, luego culpable. El terrorista desea expresar que ninguna amistad cívica le une a su víctima y, con una profecía que se autocumple, contribuye con su acto a romper cualquier vínculo que pudiera existir entre unos y otros. Así deja claro que la convivencia es imposible porque, para él, una relación con la víctima no está al nivel de la humanidad. Ahora bien, como lo humano no puede dejar de relacionarse con lo humano, ese no-vínculo tiene que expresarse a pesar de todo mediante un vínculo. Esa es la paradoja del sentimiento del odio. Une sólo para separar.

El terrorista no logra su objetivo cuando mata, sino cuando consigue con la muerte que el único vínculo que una a los verdugos y a las víctimas sea el odio. Más incluso que la muerte, el terrorista aspira a forjar un odio recíproco que haga imposible la amistad cívica, la pertenencia a una única comunidad. No necesito recordar que la ciudadanía española ha contenido ese negro sentimiento. Incluso en los momentos más terribles -y hubo muchos- este país puesto a prueba optó por el imperio de la ley, por presentar sus manos blancas y por decir «¡Basta Ya!», con una valentía que significó el principio del fin de la aureola heroica de ETA. Cuando la ley de partidos impidió que Herri Batasuna se presentase a las elecciones, con toda humildad defendí esa ley, porque las elecciones suponen una amistad cívica entre las diversas opciones que aspiran a convencer a una sociedad. Ese supuesto no se da cuando una de esas opciones ejerce el odio que implica alegrarse de la muerte de otros ciudadanos.

Desde el punto de vista moral, por tanto, el final del terrorismo implica no sólo la disolución de ETA como aparato terrorista, sino el final del odio como forma de relacionarse entre determinados actores vascos y otros conciudadanos vascos o españoles. La batalla moral contra lo que ETA significa no sólo reside en que deje de producir víctimas, sino en que esa materia oscura del odio se vaya disolviendo poco a poco. Esta batalla moral es más larga. Pero no debemos engañarnos respecto de su centralidad. No se trata de que los que otrora jaleaban a ETA alimenten su odio en silencio, aumentado ahora con la impotencia resentida de que ya no pueden matar. Se trata de que comprendan la esterilidad del camino del odio, la gratuidad del dolor producido, la sordidez de una vida sostenida por ese sentimiento, la amargura de haber entregado su existencia a la furia. Este proceso de orden moral puede solicitarse, pero no puede someterse a los parámetros de la ley. Por eso no tiene nada que ver con esa autoinculpación que reclama Fernando Savater.

Ahora bien, la única manera legítima de solicitar y exhortar a la superación del odio es no mostrarlo. Y las últimas manifestaciones de la presidenta de la AVT no son suficientemente lúcidas como para asegurarnos que estén exentas por completo de odio. Pero las víctimas, que deben ser atendidas y reconocidas, apoyadas y reconfortadas, no nos pueden pedir que las acompañemos si nos llevan hacia el precipicio del odio. ¿Hacia dónde se puede suponer que vamos, cuando exigen al Gobierno que no aplique la ley, que hagan acepción de personas, que viole la cláusula universal de no retroactividad de la norma? Y cuando se pide que se rompa la aplicación «sine ira et studio» de la ley, ¿a qué se puede recurrir sino al odio? El Estado español no aplica la ley por chantaje. Aplica la ley porque cree en ella, porque esa creencia nos la llevado a creer que ETA no ganaría su guerra unilateral.

Decir que el Gobierno ha actuado sometido a un chantaje queda mucho más allá de la legitimidad que las víctimas tienen para hablar a los españoles. La AVT debe saber que los españoles le han ofrecido su amistad cívica y que han sufrido con ellas. Esa marea humana inmensa demostró al mundo que nuestra fortaleza como pueblo era esa amistad. Pero no podemos acompañarlas por el camino que indican esas desdichadas palabras. Sobre todo porque no le daremos a los terroristas el gusto de saber que el odio que ellos pretendían sembrar, ha echado raíces en nuestras almas. Esa sería la victoria póstuma del terrorismo, que haría mucho más difícil, si no imposible, el correcto tratamiento del problema político.