E l conseller de Hacienda, José Manuel Vela, que debía defender esta semana en las Corts un presupuesto de la Generalitat tan rácano e injusto como irreal, dimitió el viernes. No lo hizo porque esos presupuestos sean indefendibles, sino porque el Tribunal Superior de Justicia le investiga por haber filtrado al exconseller y exportavoz del PP, Rafael Blasco, un documento que el tribunal que ha imputado a este último por el reparto de dinero público a una supuesta ONG, había pedido y que jamás debía llegar a manos del acusado antes que a las del juez. Un escándalo dentro del escándalo, que salió a la luz gracias a los dos primeros periódicos en audiencia de la C. Valenciana, Levante-EMV e Información, y a los reflejos periodísticos del fotógrafo de la primera de las cabeceras citadas Ferrán Montenegro, que se encontraba en el hemiciclo cuando Vela decidió pegarse el tiro en la sien e inmortalizó, nunca mejor dicho, el momento. Pocas horas después de conocerse la dimisión del hasta entonces titular de Hacienda, se difundió la sentencia del mismo tribunal por la que condena a tres años de cárcel y siete de inhabilitación al que fue alcalde de la quinta ciudad de la Comunitat Torrevieja, el todavía diputado autonómico del PP Pedro Hernández Mateo, por prevaricar en una contrata. Si fuera el final, aún tendría un pase. Pero son sólo dos capítulos más de un culebrón por entregas, la enciclopedia de la corrupción y los desmanes, que hace que los ciudadanos de esta autonomía no nos sintamos gobernados, sino avergonzados de quienes todavía ostentan el gobierno.

El actual jefe del Consell dijo ayer en Elche, 24 horas después del último sofocón, que el PP tiene que evitar convertirse en un circo. Llega tarde Alberto Fabra. El PP ya es un circo, que ha instalado en la Comunitat Valenciana su pista principal. Un circo que sólo tiene leones, pero no dispone de domador. Un peligro, vamos.

Fabra no tiene culpa de la herencia recibida, salvo el pecado original de ser miembro del mismo partido que lleva 17 años al frente de esta comunidad y, por lo que vamos viendo en las sucesivas investigaciones, lucrándose de ella. El peor delito lo cometieron, en complicidad, Francisco Camps y Mariano Rajoy. No nos vayamos a olvidar de la responsabilidad de este último, que permitió que Camps continuara e hiciera unas candidaturas donde blindaba a todos los presuntos corruptos con el manto protector del aforamiento. Pero el actual president de la Generalitat lleva sobre sus espaldas la prueba de cargo de la gestión del gobierno autonómico y del PP desde que tomó -es un decir- el mando, y el balance no puede ser positivo, por mucho que algunos se empeñen en ver en él una contundencia que hasta en sus propias filas no se creen. Lo que en el PP se piensa de Fabra es que es un presidente débil. Y el caso de Vela ejemplifica mejor que nada esa falta de autoridad.

Todo el mundo sabía que el exconseller de Hacienda iba a ser investigado por el TSJ. Todo el mundo era consciente, desde hace más de una semana, de que su imputación llevaría aparejada la dimisión. No es mérito de Fabra el que haya dejado el gobierno. Es una consecuencia lógica de los acontecimientos: no podía ser de otra manera. Lo que sorprende del régimen que ahora padecemos es la falta de respuesta coherente a esa coyuntura, teniendo en cuenta los intereses del ciudadano. Lo que a la postre importa para el análisis es que el presidente de la Generalitat no ha sido capaz, ni de que uno de sus principales consellers cometiera un presunto delito (filtrar documentos a un reo de la justicia, el compadre Blasco), ni de sustituirlo al instante en una cartera que, en medio de la crisis que vivimos, es pieza angular de su gobierno.

Que Fabra no tuviera un nombre para difundir al mismo tiempo que la dimisión de Vela; que se inhibiera de nuevo en favor (!) de su vicepresidente, José Císcar, que está a punto de comprobar cuánta sabiduría hay en la sentencia que aconseja no desear algo demasiado no vaya a ser que te lo concedan; que se haya sabido que se puso a buscar un conseller de Hacienda y no logró encontrar ninguno que aceptara; que siga a estas alturas con el mismo gobierno que le dejó Camps y sólo se dedique a tapar agujeros como el que ahora Vela le ha provocado; todo eso, digo, no transmite más que la idea de que tenemos un presidente desbordado por los acontecimientos, un Consell inútil y un partido en liquidación. Y la buena voluntad aquí no vale. Como decía el añorado Antonio Moreno, esto es política: el que quiera solidaridades que se apunte a una ONG. A poder ser, no apadrinada por Blasco.

Un gobierno sin rumbo, ni recursos. Un presidente incapaz de adelantarse a los acontecimientos, fijar una agenda y perfilar un camino. Un partido roto, ya sea en Alicante o en Valencia. Un grupo parlamentario minado hasta el tuétano por las sospechas de corrupción. Unas diputaciones vagando sin control. Unos alcaldes sin guía. Y el convencimiento, cada vez más arraigado, de que las próximas elecciones serán las primeras desde 1995 en las que el PP retroceda, seguramente hasta el punto en que le sea muy difícil mantenerse en el Palau. Esa es la situación a la que los populares se enfrentan en este momento. Una situación tan agónica como para que uno de los suyos, Esteban González Pons, tuviera ayer que hablar de mantener la dignidad, que es tanto como apelar a la vergüenza torera para palmar de la forma menos patética posible.

Con ese cuadro, en cualquier país con una democracia asentada ese gobierno que malvive boqueando día tras día convocaría elecciones anticipadas. Y lo haría, no para salvar los muebles, sino por responsabilidad. Aquí no se hará eso, aunque el Estatut de Autonomía, ese documento tan inservible como traicionado, lo permita. Aquí seguiremos soportando una crisis política que agrava la crisis económica, la social y la institucional. Porque esto es la Comunidad Valencia: el lugar donde si Miliki no hubiera fallecido, tampoco habría estacionado jamás su circo. El suyo era más serio que el que el PP ha montado. No podria competir.