La inauguración de una planta de tratamiento de basuras debería convertirse en un acontecimiento gozoso en cualquier circunstancia. No venía siendo así. La apertura de las instalaciones construidas en Llíria, que darán servicio a 61 municipios, se convirtió ayer en la excepción que confirma la regla. Fue un acto sentido, sereno y sometido a las más estrictas reglas de la corrección institucional y política. El presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, abandonó las modernas instalaciones construidas en la partida de La Canyada Parda sin sufrir abucheos ni leer pancartas descalificadoras y desafiantes. En virtud de un extraño prodigio, esa planta de residuos se ha levantado sin despertar el recelo de grupos seudoecologistas ni activar las iras de un vecindario inflamado tras someterse a intensivas sesiones de demagogia y populismo.

Frente a esa visión pacata e imprudente, cabe defender que el tratamiento de la basura es imprescindible para ajustar el complejo equilibrio que sujeta al hombre con su entorno natural. No podemos esconder los residuos bajo las alfombras ni barrer con energía con la vana creencia de que, una vez desaparezcan de nuestra vista, habremos resuelto el problema. Es necesario reivindicar el espíritu de concordia de Llíria para completar el plan zonal de residuos, evitar que decenas de miles de desechos deambulen por nuestras carreteras, reciclar civilizadamente y desterrar el electoralismo que anida en muchos consorcios de residuos. De nada sirve remover la basura. Gestionémosla sin que huela tanto.