El futuro de España es hoy un poco más incierto. El Gobierno catalán que va a formarse en los próximos días tendrá como objetivo principal la creación de un Estado propio. El paso inicial consistirá en aprobar una declaración de soberanía del pueblo de Cataluña en el primer pleno ordinario del Parlamento catalán. De acuerdo con el calendario acordado, el proceso culminará en 2014 con el pronunciamiento de los catalanes en un referéndum. El 31 de diciembre del próximo año deberá estar todo listo para la votación en la que, si el plan trazado se cumple, podría decidirse parte de nuestro futuro. España haría el papel de interlocutor de apoyo para facilitar el éxito total del proceso.

Esta es la sustancia del acuerdo de legislatura suscrito por CiU y ERC. La investidura de Artur Mas es su primer fruto. Las dos fuerzas nacionalistas se comprometen, además, a garantizar la estabilidad parlamentaria del Ejecutivo hasta las siguientes elecciones. Lo importante, sin embargo, está en que el acuerdo define lo que merece ser visto como algo más que un pacto de gobierno. El documento hace referencia a que los partidos firmantes asumen un «liderazgo compartido», seguirán una «dinámica de actuación conjunta» y tratarán de «consolidar una mayoría social amplia que garantice el éxito de la consulta y del proceso de transición nacional».

El desarrollo del acuerdo queda bajo el control de diversas instancias de composición paritaria. Pero ERC se ha negado a entrar en el Gobierno, y su peso electoral y parlamentario se reduce a la mitad del de CiU. Son detalles que llevan a pensar que ERC se ha aprovechado bien de la precaria situación de CiU para obtener concesiones desmedidas a cambio de su apoyo externo al Gobierno, máxime si se tiene en cuenta que el socio minoritario de la coalición nacionalista, Unió Democrática, ha expresado reservas de fondo sobre la consulta anunciada.

La apuesta de CiU es, desde luego, muy arriesgada. Antes que nada, para ella misma. Se expone a verse desbordada, por el proceso abierto y por ERC, a divisiones internas, con Unió y en el seno de Convergencia, y al fracaso y el consiguiente abandono de un sector de su electorado. No obstante, más relevante que todo esto es la tensión que está introduciendo en la política española, muy crispada ya por la crisis.

Convendría empezar por admitir que el desafío planteado es un hecho cierto y que el problema que subyace ha adquirido una envergadura enorme en estos años. Una parte creciente de la sociedad catalana se está yendo emocionalmente de España. La distancia entre Cataluña y España empieza a ser percibida desde allí como definitiva.

Y el proceso iniciado no parece que vaya a propiciar el acercamiento y el diálogo. Al contrario, la palestra pública está siendo ocupada por los actores más polarizados y maximalistas.

La reacción de la sociedad española osciló en un primer momento entre la incredulidad y la sensación de vértigo. Pero la agenda del nuevo Gobierno catalán ha demudado el gesto de la clase política. El PP y el PSOE podrían haber ofrecido a Mas la abstención en la votación de investidura para liberarlo de ataduras con ERC. El Gobierno español sostiene ahora un discurso más amplio y elaborado, aunque aún insuficiente. El PSOE abordará el asunto del modelo de Estado de manera específica. González y Aznar vuelven a estar presentes en el debate público. Se barajan respuestas conciliadoras y otras de carácter disciplinario. Pero el Gobierno catalán, con sus primeras decisiones, ha dado a entender que está decidido a mantener el pulso.

Así que algo más habrá que hacer. Cataluña es, en relación con las principales magnitudes estadísticas, la quinta parte de España. En realidad, es bastante más que eso. La cuestión es cómo satisfacer las demandas de Cataluña sin menoscabo para el resto de las comunidades. No es fácil, porque España es muy desigual. Los catalanes piden que eso tenga reflejo en la arquitectura del Estado autonómico, diferenciando el estatus político y económico de unas autonomías y otras. Y los españoles, cada vez más y en mayor número, piensan que el Estado debe reducir los desequilibrios preexistentes y garantizar la igualdad efectiva de todos, los habitantes y los territorios, dentro del país.

Soldar la fractura psicológica abierta entre Cataluña y el resto de España, y evitar que vaya a más, requerirá buena disposición, inteligencia política y mucho empeño. Hoy se respira desconfianza y recelo. El asunto también debe ser prioritario para los españoles.