Para determinar la calidad de nuestra democracia ­­-el grado de sintonía entre gobernantes y ciudadanos- basta con echar la vista a nuestro alrededor: cada vez más mozarrones y chicarronas uniformados forman parte del paisaje urbano. En la capital del Reino, los alrededores del Congreso, el palacio del pueblo, la presencia intimidatoria de las barreras metálicas sobre las aceras en espera de ser levantadas al primer aviso nos retrotrae a épocas pasadas.

En calles y plazas se topa uno con grupos de policías locales, que parecen recién salidos del gimnasio, la mayor parte de las veces charlando animadamente entre ellos como si su simple presencia fuese un elemento disuasorio no se sabe bien de qué.Los hay también de la policía nacional montados a caballo como si estuviéramos en el Central Park neoyorquino.

Dejan que los turistas los fotografíen o que los niños acaricien los morros de las bestias que los soportan, pero uno no sabe a cuántos se llevarían por delante si tuviesen que perseguir realmente a un delincuente en medio del gentío. Algunos se dedican a gastar gasolina y contaminar de paso el medio ambiente, recorriendo una y otra vez con sus coches las calles más concurridas, provocando, eso sí, cada vez la huida en tropel de los africanos que venden su mercancía falsificada desde las aceras, pero que vuelven al mismo sitio en cuanto pasan aquéllos.

Todos ellos parecen en cualquier caso exudar la confianza de que no se les va a aplicar ningún ERE, de que no les va a faltar nunca trabajo como a otros mortales porque, al paso que van las cosas, cada vez el poder va a tener más necesidad de ellos.

Las empresas dedicadas a los servicios de seguridad privados hacen mientras tanto su agosto, al igual que los fabricantes de arcos detectores como los instalados en aeropuertos y estaciones de tren o de las videocámaras que proliferan por todas partes y graban todos nuestros movimientos. «Permanezcan asustados», decía una viñeta de El Roto. Al parecer, de eso se trata con tanta presencia de uniformados en nuestras calles. Pero cuando tanto se habla de la necesidad de ser más productivos, más creativos, más competitivos en una economía cada vez más globalizada, no parece que ésa sea precisamente la mejor inversión que en nuestra juventud puede hacer el Estado. Y esto sí que debería asustarnos.