Retornar a nuestra ancestral geografía tropical, dando la espalda al frío, que mata en Rusia y cubre de nieve el desierto de Taklamakan, el lugar sin retorno que cruzara Marco Polo, exige superar un aspecto clavado también en nuestros genes: tener los pies pegados al suelo. Es decir, hay que volar, una experiencia, que por repetida, no deja de ser angustiosa. ¿No notan parecidas sensaciones parecidas a las de la sala de espera de un dentista? Los llorosos niños, sí. Además de para llenar mi despacho de postales y mi nevera de imanes, el viaje tiene su interés meteorológico y visto así, aporta las excitantes sensaciones de una noria que se eleva más allá de la troposfera. Toda una experiencia. No hay palabras para describir la imagen de volar en un inmenso cielo azul, dejando abajo las nubes detenidas en su ascenso por la estabilidad que marca la estratosfera. Los vuelos transcontinentales tienen un sistema de entretenimiento personalizado que permite seguir la velocidad y altura del vuelo, además de la temperatura exterior. Excepto en los casos de inversión térmica, cercanos a la superficie, la temperatura va a descender con la altura, en un promedio de un grado cada 100 metros, que en caso de aire húmedo, se reduce a 0´65. Dependiendo de las variables condiciones superficiales, a unos 4,500 metros ya estamos a 0 grados; a los 10,000 a -40 ºC y a los 11,000 ó 12,000, tope de los vuelos, allí donde limitan las turbulencias troposféricas, entre los -50 y los -60 ºC. En la comodidad relativa de un asiento, se puede realizar un sondeo, al margen de los riesgos, a veces, mortales de pioneros que tuvieron que recurrir a cometas y globos. Recordando sus apuros y calamidades, a pecho descubierto, a 8.000 metros de altura, sin duda prefiero volar que visitar a mi dentista.