Hace ocho meses la ministra de Sanidad, Ana Mato, anunció en el Congreso de los Diputados que «se iba a retirar el derecho a la asistencia sanitaria a los inmigrantes irregulares», con lo que «nos íbamos a ahorrar 500 millones de euros». Las erráticas decisiones de los últimos gobiernos se escudan en una crisis económica que primero no existía y que ahora golpea a los más débiles de nuestra sociedad.

No recuerdo la última vez que se me puso por delante una situación tan jugosa en materia de extranjería. Todos los aspectos que envuelven la nueva normativa son delirantes: la preparación (si es que la hubo), los motivos declarados y ocultos de la propuesta, la forma de llevar a cabo la medida, la fundamentación, las reacciones de unos y otros, la improvisación y la falta de coordinación para ofrecer respuestas de lo injustificable, a falta de unos días para la consumación del fiasco€ ¡No sé por dónde empezar!

Intentaré seguir una exposición cronológica. En el 2000, la estrategia del Estado español con respecto a la inmigración irregular se vio obligada a cambiar, tras el desastre que supuso la Ley de Extranjería de Barrionuevo y Vera, en la que se decretaba la inexistencia jurídica del inmigrante irregular, algo así como «el único inmigrante sin permiso bueno es el inmigrante expulsado o invisible». Entonces se aprobó una reforma de la ley que reconoció lo obvio: los derechos humanos no vienen de ser guapos, ni altos, ni españoles, ni arios sino, como su nombre indica, de ser humanos, es decir, titular de unos derechos. Uno de esos derechos fue el de la asistencia sanitaria por la red pública.

Costó 22 años alcanzar el reconocimiento a la asistencia sanitaria universal (desde la Constitución de 1978 al 2000). Hasta el año 2000 se hacía lo que se hace siempre que las normas contienen algún despropósito: se juega al «hago lo que hago, pero como si no lo hiciera»; como no tienes papel, me tienes que pagar; como no me puedes pagar, pues hago una factura, y ¿qué hago con la facturita? Pues la meto en un cajón y aquí paz y después gloria.

Ni se ahorraba entonces una peseta ni se ahorrará ahora un euro si, finalmente, se vuelve a aquella situación de que los médicos, que no se olvidan su juramento hipocrático, atiendan a todas las personas, tengan o no papeles, o se caiga en peores prácticas. Así que después de 12 años de mayor control de la sanidad pública llega la señora ministra y sin preguntar a nadie ni encomendarse a Dios, al programa electoral, al diablo, o a los expertos de la sanidad, va y la suelta.

Frente a la medida se ha retratado todo el mundo: los que han jaleado la medida porque «tanto moro, tanto negro no quiero yo en mi ambulatorio»; los obedientes disciplinados que de cara a la galería aceptan lo que diga la ministra, pero precisando «entre tú y yo, la cosa es de antología del disparate»; los escaqueados, «que sí, que bueno, que Ana dice esto, pero será aquello y ya veremos». También están los que optan por quitarle leña al asunto diciendo que se seguirá atendiendo a todo el mundo. Lo ha dicho la vicepresidenta del Gobierno, pero lo cierto es que ya mucha gente está sin asistencia sanitaria. Por último están los sensatos, que han dicho que la ministra puede decir misa: médicos objetores, la actual defensora del pueblo, algunas comunidades autónomas, jueces, fiscales, sanitarios, el Consejo General de la Abogacía, sindicatos, las ONG, la prensa libre, la Iglesia Católica, las protestantes, judíos, musulmanes y budistas; las asociaciones de vecinos, de consumidores, y hasta mi comunidad de la escalera. Todos los que no tienen un interés político partidista y equivocado y sí un poquito de sensatez. A este colectivo se ha sumado recientemente el Tribunal Constitucional, que ha recordado lo de que la sanidad pública o es de todos o sencillamente no es sanidad.

La situación originada se resolvería con una comparecencia de la ministra diciendo que se ha equivocado y que retira el decreto. Lamentablemente, tengo claro que no dará marcha atrás, porque en nuestra clase política ha cuajado la idea de que ellos no pueden equivocarse. Pero todos ganaríamos si los políticos reconocieran que son humanos, tan humanos como esos inmigrantes que no tienen los papeles que les exigen. Si la rectificación se produjera y la ministra aceptara que hay que volver a reconocer la asistencia sanitaria a todas las personas con independencia de su status de estancia, no sólo ahorraríamos dinero, sino que salvaríamos vidas, mitigaríamos sufrimiento, recuperaríamos una parte de nuestra dignidad y se me quitaría de encima algo de esta insoportable vergüenza ajena.

?Vicepresidente de la Sección de Extranjería del Colegio de Abogados de Valencia