­El viernes pasado se murió Miguel. Era mi primo. Mi mejor amigo. Tenía unos años menos que yo y un corazón jodidamente enfermo pero más grande que el estadio de Maracaná. Le agarró un algo de repente y en el hospital parecía que poco a poco iba saliendo por las rendijas que tantas veces ofrece la vida en los momentos huecos de esperanza.

Me pasaba las horas andando por los pasillos del Arnau de Vilanova. Con él. Con esa manera que él tenía de encarar el mundo y lo que fuera. Apenas tres días. La enfermedad es una metáfora de algo más. Pero esa metáfora se convierte en una mierda cuando alguien a quien quieres se acaba muriendo. La muerte es otra metáfora del tiempo inexistente. Siempre sucede fuera de quien se muere. Y entonces ya no es muerte acérrima y canalla sino lo que decía Alejandra Pizarnik: el mejor sentido que podemos encontrarle a la vida.

Sé que nadie es imprescindible para seguir corriendo el flujo de la existencia. Claro que nadie es imprescindible. Pero hay gente más necesaria que otra, gente que a mí al menos me hace falta para que no se me coma el asco de la mugre moral y del cinismo que hoy es lo que se estila en todas partes. Ahora Gestalgar ya no puede ser el mismo pueblo de antes. Habrá ahora como un fardo pesado rodando por las calles, como un grumo de tiempo anclado en el recuerdo, como una cifra huérfana de sus colegas más queridos. He rebuscado en esa caja de zapatos donde se guardan las viejas fotografías y hay una que me llena de un estupor gozoso. Monta Miguel un caballo de cartón y me encañona con una pistola de madera, como un Billy el Niño de broma que mira a la cámara en vez de al enemigo.

La foto es de cuando yo vivía en Llíria y él vendría seguramente a la feria de Sant Miquel. El tiempo es un lío de años y de olvidos. Pero hay algo que nunca olvidaremos: esa vocación por ser buena gente en la que Miguel se dejaba sus ganas de vivir.

Lo saqué en casi todas mis novelas, en muchos de los cientos de artículos que escribí en este diario durante veinticinco años. Era un personaje Miguel, y tanto que lo era. Un personaje en el sentido más noble de la palabra: representaba lo mejor de lo humano. Lloraba más que nadie, por cualquier motivo. Era un sentimental al estilo de los westerns clásicos que él adoraba.

Creo que para él había tres referencias insobornables: Rosa, su mujer, su nieto Pau y Centauros del desierto. Y al mismo tiempo era él nuestra referencia más inexcusable, la de todos sus amigos, que ahora no sé dónde hostias vamos a mirar para no equivocarnos de cuál es nuestro sitio en este mundo cada vez más detestable. Las tardes de petanca ya no serán las mismas junto al río. Ni la afición al teatro que heredamos de nuestros padres podrá encontrar otro protagonista capaz de convertirlo todo en algo grande. Ni va a ser lo mismo quererlo a él que a su ausencia. Me gusta recordarlo como el mejor Neruda que he visto en un escenario.

Hace un par de años escribí un texto sobre los últimos días del poeta en Isla Negra y Miguel nos dejó ese talento suyo que le crecía quién sabe de dónde, pero seguro que de muy hondo, de ese territorio subterráneo, invisible, que algunos llaman alma. Los ojos se le cerraron por la noche, de golpe, sin preguntar por qué la vida gasta putadas de esa clase. Y me vienen ahora a la cabeza, precisamente, aquellos ojos por los que Neruda hacía «entrar ballenas en busca de esmeraldas».

Lo que no se va a cerrar nunca es la huella que Miguel ha dejado en mi pueblo. No sé si nos vamos a apañar sin él. Será difícil. Pero seguro que se cabrearía si no lo intentáramos.

Y nos llamaría cobardes, como en aquellos westerns inolvidables que amaba con una locura adolescente. Va por ti, chaval. La vida digo. La vida.