Hace años, el ejercicio de la caridad o el compromiso, que de todo había, se materializaba de múltiples maneras, algunas no tan alejadas de cómo ahora colaboramos con Médicos sin Fronteras o con la Fundación Vicente Ferrer. Había una modalidad, la favorita de muchos, que pasaba por apadrinar a alguien concreto a quien incluso dabas el nombre: financiabas su bautizo a cambio de una módica cantidad que se mantenía a lo largo de los años y permitía un cierto seguimiento de la trayectoria vital del beneficiario. Supongo que suena a antiguo, a infracción del derecho a la privacidad, incluso a reaccionario; pero así lo vivimos con cierta inocencia. Lo digo a cuenta de la llamada «Custodia del territorio», una modalidad de ejercer el compromiso con el medio ambiente que gana cada vez más adeptos en España, quizá porque es «próxima» y muy directa, como aquella del bautizo. Tanto que te hace sentir realmente corresponsable del medio ambiente que te rodea, incluido el paisaje socioeconómico.

La custodia o, mejor, los acuerdos de custodia, permiten que entre un propietario de terrenos y una entidad de custodia en la que participan ciudadanos de a pie se pacte el modo de conservar y gestionar un territorio. Las entidades de custodia son organizaciones públicas o privadas sin ánimo de lucro que participan activamente en la conservación del territorio. Según el último inventario de iniciativas de Custodia elaborado por la Función Biodiversidad, la superficie total acogida a la custodia asciende en España a 346.000 hectáreas, con un 18% de crecimiento respecto al año anterior. Las entidades de custodia han pasado de 130 a 214 desde 2010 hasta ahora. Cataluña fue la pionera, pero los mayores incrementos en los últimos años se han dado en la Comunidad Valenciana, Asturias y el País Vasco, así como en Extremadura, Andalucía o Cantabria. Hay naturaleza que no se compra con dinero y a la que no llega la inversión pública, pero para todo lo demás siempre queda la custodia del territorio.