Margaret Thatcher construyó su carisma sobre dos victorias: la de 1982 en la guerra de las Malvinas, que devolvió al Reino Unido su antiguo prestigio militar, y la de 1984-1985, frente a los mineros británicos, que infligió a la clase obrera una derrota decisiva para el neoliberalismo. En ambos casos, Thatcher eligió bien a sus víctimas propiciatorias: adversarios de fuerte apariencia, pero debilitados por vicios de fábrica (la Argentina de la dictadura militar) o ya en pleno ocaso (un sindicalismo minero al que ni el propio laborismo apoyaba). Tuve ocasión de conocer al máximo dirigente de la región escocesa de Strathclyde, en la que Thatcher había cerrado casi todos los pozos, y le regalé un disco de Morrissey, dedicándole la última canción „«Margaret on the guillotine»„, una bellísima balada que concluye con un seco «trunch!». Si el humor británico fuera cierto, sonaría en el funeral de Estado.