No entiendo cómo la Conferencia Episcopal se opone a la memoria histórica con el argumento de que «abre heridas». Sin embargo, tiene desde hace años la terrible y peligrosa obsesión de promover beatificaciones y subir a los altares a los que ella denomina mártires de la guerra civil. Desgraciadamente, en una guerra civil siempre hay mártires y dolor en ambos lados. Cada uno lucha y muere o es asesinado por sus ideologías o sus creencias, y todas son legítimas mientras no atenten contra la vida y la libertad del ser humano. Una guerra civil es compleja, en ella afloran odios y cuestiones personales. El sufrimiento y el dolor, en una guerra entre hermanos, no es patrimonio de nadie.

No entiendo, porque no es cierto, que la Conferencia Episcopal incluya a «toda la sociedad» en estas beatificaciones, «como una gracia de bendición y de paz», cuando hay una sociedad a la que niega su legitima memoria. En realidad, solo señala a su particular y propia sociedad porque incluso no todos los miembros de la Iglesia están de acuerdo con esta política.

Entre mis manos tiembla una copia de la carta de despedida a su familia del rector Peset, escrita desde la cárcel Modelo de Valencia en 1941, antes de su fusilamiento por mandato de aquel general que entraba en la iglesia bajo palio. Entre otras cosas dice a sus hijos: «Sustituidme ya que el destino me ha elegido como instrumento de su injusto dolor. Confío, seguro en Dios, en que algún día mi patria os devolverá mi nombre como el de un ciudadano que jamás hizo más que servirla cumpliendo sus deberes legales. Todavía un consejo: amad al prójimo y respetaos a vosotros mismos. Procurarlo con sinceridad es, ya, ser humanamente buenos y sólo conseguirlo es, además ser felices». Y termina: «Perdonad a todos como yo espero ser perdonado». A modo de postdata escribe: «Anita mía, siento tu dolor que evitaría si ello pudiera ser multiplicado por mil el mío. Voy a buscar a mi madre».

¿Se le ha pasado por la cabeza a la Conferencia Episcopal canonizar a este mártir de la guerra? Y yo tengo setenta años y ya no me callo.