Nos hemos vuelto todos consumidores adictos de miedo envasado al vacío; es lo único, creo, que ha bajado de precio y que está de oferta. Tenemos incluso raciones individuales de temor atroz congeladas en la cocina para el caso de una eventual emergencia por si escasean las existencias. Han atrofiado los pocos recursos de valentía que adornaban, aunque fuera superficialmente, nuestras biografías personales. Cada día que pasa ingerimos mayores porciones de pánico social como la vieja de pueblo que confunde en un cóctel explosivo al asesino de Marta del Castillo con el que puso las bombas en Boston y que piensa que Julián Muñoz y Luis Bárcenas son compinches de hecho.

Estamos interiorizando tanto miedo injustificado que las reservas de dignidad se están agotando. Tenemos miedo a la violencia verbal de algunos políticos que dicen que nos oponemos a nuestro propio bienestar y que nos resistimos a un futuro de prosperidad tras el pago de los fastos atrasados. Nos quieren hacer creer que todo lo malo que ocurre a nuestro alrededor es por nuestro bien. Sus artimañas de manipulación son peores que una película de terror del Festival de Sitges.

Convivimos con aprensión, con miedo al despido, a la rebaja salarial, al incremento de la jornada laboral o a que un allegado se quede de patitas en la calle, aunque le paguen un finiquito diferido. Fue ese mismo espanto a la intemperie el que hizo que muchos jovencitos empleados de banca endosaran preferentes a viejetes semianalfabetos. Tememos al desahucio laboral porque sabemos que no existe el más allá; sólo la movilidad exterior forzada.

Al salir a la calle lo hacemos con la ropa interior impregnada de miedo. Tenemos pavor añadido a rompernos algo como el rey o a pillar una enfermedad crónica. Estamos asustados ante un gasto imprevisto, a que no nos alcance para la hipoteca, a que nos fundan los ahorros a lo chipriota, a que nos pidan el DNI por subversivos o a nuevos recortes. Todos hemos prendido fuego a lo bonzo a muchas ilusiones en este tiempo. Cada reunión del Ecofin, cada estornudo de Mario Draghi o cada elección en un land alemán aumenta la sobredosis de temor. Nos hemos vuelto rematadamente cobardes.

Tenemos un amplio surtido de miedos. Algunos irracionales y otros plenamente justificados: como la prevención ante una pandilla de gobernantes que ejercen una gestión pública repleta de favores a terceros. Nos tienen tomada la medida: tenemos miedo a una sociedad crítica y nuestro desasosiego se refugia en una eliminatoria de Champions, un paseo matinal en chándal para combatir el sobrepeso o engullendo como posesos televisión para retroalimentar todavía más nuestros abundantes miedos.

Luego resulta que, paradójicamente, según González Pons, los que se sienten acosados son los políticos a los que les canta una serenata reivindicativa bajo el balcón de su casa un puñado de activistas disconformes que se han despojado durante unos minutos de la careta del miedo. ¡Nosotros sí deberíamos estar hartos! Por lo pronto, mañana mismo, para sentirme un poco más seguro, voy a pedir a un juez como Dios manda que dicte una orden de alejamiento al Gobierno que me maltrata. Sus próximas medidas salvadoras las quiero bien lejos, a medio kilómetro por lo menos.