Jean Luc Nancy estuvo en Valencia y nos enseñó franqueza, humildad y sutileza. Uno de los más grandes filósofos vivos, Nancy fue amigo de Blanchot, un católico sin vida social, y del gran Derrida. En 1980 creó, junto con Lacou-Labarthe, el Centro para el estudio de lo político, que determinó los debates acerca de la política de estas últimas décadas, proyectando el pensamiento de Heidegger al presente. Podemos decir que todo el pensamiento de los huérfanos de Althusser quedó influido por estas posiciones. Desde luego, el pensamiento hoy tan difundido de Giorgio Agamben, que comenzó a cristalizar a partir de su libro La Comunidad que viene, que traduje hace casi veinte años para Pre-Textos, no puede comprenderse sin su diálogo con Nancy.

¿De qué se trata en todo esto? Como se vio en la conversación, nada se comprenderá sin una interpretación del mayo del 68. Incluso es posible que ahí esté la raíz del presente. Nancy, como otros que eran protagonistas generacionales de aquella jornada, emerge de esa experiencia. ¿Qué dice esta interpretación? Algo así como esto: la emancipación no pasa por la política. Este pensamiento asume que todo principio de emancipación implica democracia, desde luego, pero la democracia ya no pasa por la política. Los jóvenes de mayo pusieron en circulación demandas de libertad que no podrían ser respondidas desde el órgano de la política, el Estado. Como luego dijo Ranciere, todo lo relativo al Estado quedó devaluado como policía. Esta reducción sólo se explica como una fijación fetichista de los sesentaiochistas. Lo que ellos tenían enfrente era el Estado, pero lo que veían de cerca era la policía en Saint Michel. Cuando llegué por primera vez a París, cinco años después, con mis 18 años recién cumplidos, todavía estaban expuestas en la librería Maspero las fotos de los jóvenes ensangrentados, como exvotos de una extraña congregación maoísta.

¿Una democracia que no pasa por la política? ¿Qué tipo de demanda era esta que se hacía pasar por democrática? ¿Y si pensamos que todo aquello fue un ingente malentendido? Hoy quizá podamos defender sin rubor que se le estaba haciendo una demanda a quien no podía responderla. Los jóvenes del 68 reclamaban algo absoluto, una vida radicalmente otra, en la plenitud de significado de esta expresión. Nada de lo existente, por principio, podría responder a una demanda absoluta. Durante siglos, los jóvenes que negaban lo existente de forma absoluta, tenían un mundo de trascendencia y pureza en el que refugiarse. Ahora, cuando ya no tenían ni dios, ni patria, ni Iglesia, ni partido a los que dirigirse con sus exigencias de plenitud, se dirigieron a un Estado que no podía darle lo que ellos pedían, que ni siquiera entendía lo que le pedían. Una minoría que en otros tiempos serían de virtuosi entusiastas, dispuestos a enrolarse en alguna causa superior con generosidad, ahora no tenían a quien dirigirse. Salieron a la calle y gritaron su exigencia absoluta en el vacío. Un estudioso de Weber como Raymond Aron podría haber dicho que iban buscando un carisma y una comunidad. Otro hombre de la antigua generación, Jacques Lacan, dijo que buscaban un amo. No un dictador o algo así. Un amo era para Lacan una estructura simbólica que cumpliera perfectamente sus aspiraciones imaginarias. Antes, a eso se le llamaba fe.

Pero mientras tanto, el Estado comprendió que la inteligencia que se estaba formando a partir de esta experiencia le era muy favorable. En cierto modo encontró en ella un colaborador inesperado. Esa inteligencia generaba un diálogo de sordos cuya única traducción era la misma: policía. Si alguien te pide algo que tú no puedes dar, todo lo que puede pasar es que vayas a la tuya y que incluso te sientas feliz porque de ese modo no tendrás que dar aquello que es tu obligación dar. El Estado se acostumbró a ver una masa de intelectuales que impugnaban directamente su existencia en aras de la democracia, mientras él no cesaba de crecer al margen de todas las exigencias debidas de una genuina institución responsable. Con ello, se produjo una doble degeneración. La filosofía se orientó hacia una forma anarquista de ver las cosas, la vieja herencia del cristianismo radical, que para tener una adecuada expresión moderna se llamó impoliticidad. El Estado se orientó hacia una comprensión minimalista de la democracia porque sabía que nadie le iba a pedir cuentas precisamente acerca de eso. Quienes podían hacerlo estaban en otra cosa.

La filosofía lleva cincuenta años desconociendo como legítima la institución del Estado, mientras el Estado se siente feliz de que lo impugnen desde fuera, porque de ese modo se siente tanto más libre desde dentro. Esto ha conducido a la extraña situación de que, mientras se producía una demolición de todas las pautas normativas derivadas de la legitimidad, en el fondo la filosofía de los viejos sesentaiochistas no tenía sino una expresión: esta degeneración es lo esencial del Estado. Pero como no existe forma alternativa de atender a las exigencias y necesidades de la vida cotidiana, el Estado se sabe imprescindible e impune. Esta filosofía no ha cesado de elevar su vieja cantinela anarquista, huyendo al mundo de la diferencia ontológica, renovando una y otra vez su dialéctica negativa, sin que esto haya producido una población capaz de imponer normas válidas a un Estado que, mientras tanto, llevaba a la ruina a millones de seres humanos con todo desparpajo e impudicia.

Y así se ha llegado a la fractura en la que estamos. Una fractura que ha calado en la población de forma masiva, pero cuya desafección hacia las instituciones no encuentra una palabra capaz de reconstruirlas con un consenso normativo mínimo. Mientras, lo que podemos llamar la militancia está atravesada por la retórica de lo impolítico: acciones no guiadas por el saber, sino por la ignorancia; acciones puntuales, sin finalidad y sin proyecto, acción sin continuidad, acción sin liderazgo, todas estas prácticas que implican un virtuosismo completamente ajeno a la inmensa mayoría de la población, que malvive sin una palabra que no sea alentar su indignación, mientras los políticos instalados en sus poltronas siguen autistas, ya que en décadas no fueron molestados con demandas reales.

Con frecuencia se dice que produce asombro que una situación como la española no haya producido una explosión social. En realidad, esta es una percepción equivocada. En España estamos derrotados de antemano. Nada produce más derrota que una incapacidad de imaginar un curso de acción capaz de movilizar a la mayoría de la población, de generar un sentido común político, de proponer el punto en el que coinciden intereses de la mayoría con un liderazgo que brote de esa mayoría. Justamente esto es lo que la filosofía que generó el 68 hace imposible. Una militancia positiva es ya para ella un candidato a la construcción de otra policía. Como dijo una vez Agamben, donde hay un Estado siempre acaban apareciendo los tanques. Cuando todo vaya a un callejón sin salida, lo mismo es una profecía auto-cumplida. Mientras tanto, Nancy se concentró en la deconstrucción del cristianismo y en el problema de la danza, mientras Agamben escribe sobre la grandeza de la dimisión de Benedicto XVI. La historia lo aclara todo. Tarda un poco, pero es persuasiva.