Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, el Congreso de Estados Unidos aprobó el entramado normativo conocido como Usa Patriot Act (acrónimo de Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act), que, en síntesis, amplió el poder de la Administración para realizar investigaciones secretas en los domicilios privados, habilitó al fiscal general para detener a extranjeros que considerase una «amenaza», permitió grabar conversaciones entre los abogados y sus clientes, realizar escuchas telefónicas indiscriminadas, investigar los correos electrónicos y las páginas web visitadas, espiar las celebraciones religiosas y las reuniones políticas y ciudadanas, y llegó al paroxismo de habilitar al Gobierno para requerir copias de los libros adquiridos o consultados en librerías o bibliotecas.

Esa norma obtuvo en la Cámara de Representantes el voto de 357 congresistas frente a 66 que votaron en contra; en el Senado el único que se opuso fue Russell Feingold, quien dijo: «Ha habido períodos en la historia de nuestro país en los que las libertades civiles han quedado subordinadas a lo que parecían ser las exigencias legítimas de la guerra. Nuestra conciencia nacional todavía carga con las cicatrices y las vergüenza de aquellos acontecimientos: las leyes de extranjería y de sedición, la suspensión del hábeas corpus durante la guerra de Secesión, el internamiento de los estadounidenses de origen japonés, alemán e italiano durante la segunda guerra mundial, la lista negra de los supuestos simpatizantes del comunismo durante la era McCarthy y la vigilancia y hostilidad contra los manifestantes, incluido Martin Luther King, que se oponían a la guerra de Vietnam. No debemos permitir que estos fragmentos del pasado se conviertan ahora en un prólogo a nuestro presente».

En informes internos del propio Departamento de Justicia se ha reconocido que la aplicación de la Usa Patriot Act vulneró derechos fundamentales y que se ha extendido el control a personas y actos sin nada que ver con actividades terroristas. En 2004, David Cole, en un texto de título gráfico „«Uncle Sam is watching you» [«El tío Sam te vigila»]„ anticipó lo que vendría después y, en palabras de Ronald Dworkin, en Estados Unidos se ha alterado el equilibro entre libertad y seguridad.

Pareció que las palabras del senador Feingold, de académicos como Ronald Dworkin o David Cole, de abogados como Charles Swift y Neal Katyal, de publicaciones como The Nation y de organizaciones no gubernamentales como la American Civil Liberties Union, el Center for Constitutional Rights, Human Rights Watch o Amnistía Internacional habían sido escuchadas, al menos en parte, por el presidente Obama: el 22 de enero de 2009, pocos días después de su toma de posesión, firmó tres órdenes ejecutivas y un memorando sobre detenciones e interrogatorios, acabando así con las previsiones sobre la materia de la Administración Bush.

Sin embargo, parte de las esperanzas se desvanecieron pronto: como muestra, el 12 de noviembre de 2009, Gregory Craig, que había liderado el cierre de la prisión de Guantánamo, dimitió ante la lentitud de ese proceso. Más adelante (el 7 de marzo de 2011) Obama ordenó reanudar el uso de comisiones militares para el enjuiciamiento de presos en Guantánamo, que se habían paralizado en 2009 a la espera de desmantelar la prisión y extraditar o trasladar a los detenidos. 11 años después de su apertura e iniciado el segundo mandato de Obama, en Guantánamo se siguen vulnerando derechos fundamentales reconocidos en cualquier ordenamiento democrático, incluido, obviamente, el de Estados Unidos.

Lo de Guantánamo era bien conocido pero de lo que nos hemos enterado estos días es de que el Gobierno norteamericano requiere, desde hace 7 años, a las principales compañías suministradoras de telecomunicaciones la entrega de los registros de los contactos telefónicos de cada cliente. Ante estas noticias, varias organizaciones de defensa de los derechos ciudadanos (la American Civil Liberties Union, entre ellas) han presentado una demanda contra varios altos cargos del Gobierno (el fiscal general, el ministro de Defensa, el director del FBI€) por considerar que esas prácticas vulneran las enmiendas Primera y Cuarta de la Constitución. La respuesta del Gobierno ante esta denuncia es la misma que ofreció en su día el vicepresidente Dick Cheney para justificar la práctica de torturas: las informaciones así obtenidas han servido para evitar numerosos atentados. En suma, la vieja razón de estado.

Sorprende „o no„ que las autoridades europeas no se hayan pronunciado de manera contundente sobre una práctica que afecta a ciudadanos de sus estados, cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reiterado que la recogida y almacenamiento de información personal sobre llamadas telefónicas, correo electrónico y navegación por internet, sin conocimiento de las personas afectadas, es una injerencia en su derecho a la vida privada, salvo que exista un fin legítimo y se haga de manera proporcional, cosa que no ocurre si se llevan a cabo de forma indiscriminada y con carácter indefinido en el tiempo. El lema con el que Obama concurrió a las elecciones fue el famoso «Yes, we can». Su presidencia parece guiarse más por el «Yes, we scan».