Se habla incorrectamente de los papeles de Bárcenas, porque ha bastado una sola hoja de papel volandera, bien que anotada por ambas caras, para extender la debilidad de Rajoy desde su archisabida pereza hasta su sorprendente codicia. Ahora adquiere nuevas irisaciones su célebre frase dedicada a Camps: «Nadie se corrompe por un par de trajes». El presidente del Gobierno confirma los pagos al dejar que transcurra una semana, desde su publicación con notable fanfarria, sin atreverse a desmentirlos. En estos momentos, cualquier refutación suena a fabricación. Descartado el sadismo presidencial de negarse a tranquilizar a sus huestes desmoralizadas, el líder del PP lanza el mensaje de que tendrán que aceptarlo sin titubear en su nueva encarnación sobrecogedora.

Es más fácil demostrar la inocencia que ocultar la culpabilidad. Siete días sin articular una respuesta convalidan las declaraciones del tesorero de Rajoy. Ni siquiera está claro que el presidente del Gobierno merezca más crédito que su empleado, dado que ambos coinciden en las versiones múltiples de lo acaecido, sucesivamente desmentidas por la tozudez de los hechos. Con la desventaja de que la presidencia del Gobierno no encaja con el descubrimiento de que el titular que presumía de su independencia de los poderes económicos cobraba un sobresueldo ilegal, en fajos de billetes aportados por empresarios agraciados con concesiones de su partido. En boca de Bárcenas, ni siquiera se guardaba la formalidad de un reciclaje bancario. Sepulcros y capitales blanqueados.

Abrumados por el papel de Bárcenas, los numerosos perceptores de la hoja manuscrita no se han preocupado esta vez ni de desmentir los ingresos. Buena parte de ellos tienen amortizada su carrera política, y atenuada la responsabilidad por la previsible prescripción. Cospedal demanda a medias, Rajoy intenta demostrar sin palabras que es otro hombre. El vociferante Alfonso Alonso y el presidencial Posadas llaman «delincuente» a Bárcenas, sin preocuparse de la presunción de inocencia y de que, según el discurso de ambos parlamentarios, el presidente del Gobierno se ha sometido gustoso a las presiones de un personaje de tal calaña.

La histeria desatada en el PP avala la veracidad de los pagos, aparte de que Bárcenas ya era un presunto delincuente cuando los populares confiaban a ciegas en él. Le pagaban la friolera de 20.000 euros mensuales con caudalosos indicios en su contra. La excusa nunca detallada de Rajoy consiste en alegar que se llevó una porción minúscula del botín suizo de su tesorero. A partir de ahí, el presidente exige el tratamiento de infanta que no se enteraba de los manejos de Urdangarin, aunque en ambos casos aportaban el linaje „Borbón„ o las siglas „PP„ que garantizaban una nutrida recaudación. Nadie hubiera entregado millones a Bárcenas de no mediar su vinculación con los dirigentes populares, que han sido los últimos en denigrarlo.

Todo receptor exige un donante. El papel de Bárcenas aporta aquí una ironía histórica, porque entre los empresarios imputados como presuntos subvencionadores del PP figura Juan Miguel Villar Mir. Cuando el presidente de OHL era ministro de Hacienda en el ejecutivo de Arias Navarro redactó un brutal decreto de contención salarial. Por lo visto, ha cambiado de opinión sobre la generosidad de determinados sueldos.

Como mínimo, Rajoy es un gobernante maltrecho, propenso a ser chantajeado indefinidamente por los abundantes intermediarios del prolongado escándalo financiero que el presidente del Gobierno toleró cuando menos en el seno del PP. La nómina de avalistas que ha reclutado durante su semana de silencio es más reducida de lo deseable, porque ha habido que suprimir a otros sospechosos de sobresueldos, cuya defensa era impropia. Las opiniones de subordinados tampoco poseen un valor excesivo, dado que el presidente puede destituir discrecionalmente a sus ministros. En todo caso, la pregunta no debiera plantear si se mete la mano en el fuego, sino si se mete la citada extremidad en la caja. Margallo ha recordado que otros cuatro jefes de gobierno de países vecinos están imputados, como si la aureola de un delito ennobleciera a un gobernante. En un alarde de sarcasmo, Ruiz Gallardón llama «referente ético» a Rajoy, aunque cabe admitir que la corrupción en Génova se espejeaba en las restantes comunidades gobernadas por el PP. Rajoy puede aplicarse la doctrina que propuso a Camps, reconocerse culpable del delito y seguir gobernando como si tal cosa. Un referente ético, desde luego.