Es habitual, incluso entre creyentes, que pregunten dónde está Dios, al que no pueden ver en el dolor de los niños, en la miseria de los más desheredados, en las catástrofes que asolan de vez en cuando el planeta y sus gentes. ¿Dónde estaba Dios cuando descarriló el tren de Compostela? Y el interrogante no es baladí. Esos sucesos están ahí desde que el mundo es mundo. Hay muchas respuestas y todas incompletas porque el ser y el obrar de Dios no pueden caber en nuestra inteligencia, aunque algo pueda atisbar. Precisamente por eso, la fe es claridad, da luz adonde la razón humana no alcanza. Y proporciona sentido al dolor, a la miseria y a la catástrofe.

Al aparecer la primera encíclica del Papa Francisco, los sedicentes teólogos de siempre se han marchado a la periferia, no a la deseada por Francisco, sino a los bordes del tema, huyendo de la esencia. Precisamente el documento afirma que la teología no consiste sólo en el esfuerzo de la razón por escrutar y conocer, como sucede con las ciencias experimentales, porque Dios se reduciría a un objeto. La fe recta ha de abrirse a la luz originaria de Dios, en lugar de volvernos en acusación contra Él, sin descartar que la razón busque entender siempre más.

Es Cristo quien nos da razón del llanto de los niños, de las deficiencias de esta tierra, de la indigencia de los pobres, de la soledad de los ancianos...

Nos puede suceder lo que describe Camino: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. „Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... „Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡El!». La encíclica del Papa Francisco trata de ayudarnos a ver a Jesús, como lo desearon aquellos que lo pidieron al apóstol Felipe.

Con la mirada limpia, contemplaremos a Jesús hambriento y sediento, a Cristo cansado, al Dios-hombre que se apiada de lisiados, leprosos, ciegos y sordos, al que mirando trasluce amor, al que llora por el amigo muerto o se conmueve por el dolor de la viuda que camina tras el féretro del hijo, al que da comida al famélico. Y también a Jesús que fustiga la hipocresía, alaba la fe del centurión, enseña esa locura de las bienaventuranzas, vapulea el adulterio, perdona al arrepentido y predica el amor. Un Cristo fascinante, vivo, al que se ve y se oye. No un mero objeto de estudio.