Me despertaba el canto de un gallo a las seis de la mañana. En punto. Pensé que me acostumbraría pero no fue así. Ni modo. Le pregunté a la recepcionista del hotelito si era yo la única afectada por el gallo y me indicó con un tono cansado, que no. Afuera, en un pequeño porche, media docena de jóvenes permanecían pegados a sus portátiles. Estaban sentados impertérritos, sin mostrar ninguna emoción ante lo que atraía su atención en las pantallas. A mí me hubiera gustado entablar alguna conversación a cuento del gallo y sobre el apego al rugido continuo de la ciudad, como quizás se hubiera producido años atrás, cuando no existía tanta devoción por guassap, móviles y demás tecnología. Casi todos lucían tatuajes en brazos, piernas, cuello, espalda y tampoco se dirigían la palabra entre ellos. Ningún intercambio de miradas. Por un momento quise ser como san Francisco de Asís, localizar al gallo y hablar con él. El caso es que no conseguí localizarlo en los siete días que duró mi estancia. Así pues, comencé a preguntarme cosas sobre aquellos jóvenes amparados en teclados y plasmas y sin inmutarse. ¿Pertenecerán a ese cincuenta y muchos por ciento que ni de coña desean saber algo sobre está mal llamada crisis? ¿Creerán que todos los políticos son iguales o que si llegan otros de partidos más a la izquierda al poder se corromperán igualmente? ¿Se habrán planteado comprometerse en algún movimiento ciudadano, en alguna asociación unas cuantas horas los fines de semana en vez de estar pegados todo el santo día al ordenador? ¿Les importará un pepino que si quieren estudiar una carrera les costará un riñón? ¿Que la sanidad pública era un tesoro construido con las cuotas de todos los españoles y ha sido cedido a contratas privadas? ¿Que se pagan 100 millones de euros cada día de deuda con nuestro sudor? ¿Que a lo mejor han de emigrar? Y me fui a la búsqueda infructuosa del gallo.