Yo no sé lo que pasa en Siria. Pero sin ningún ánimo de faltar a Rafael Argullol, no creo que sea un asunto precisamente de espíritu. Cuando en un país pasan las cosas que hemos visto que pasan en Siria, no se puede separar el curso de los sucesos de una cierta mentalidad, de una forma de entender la política y, en este sentido, de una cierta forma del espíritu. Lo otro, esa vieja dimensión religiosa que es tan característica de los pueblos de Oriente Próximo desde milenios, no es que no exista, pero tiene otras raíces. Esa dimensión del espíritu explicaría la tremenda capacidad de resistencia de millones de sirios, que toman sus bártulos y se lanzan hacia los pasos fronterizos o hacia las montañas. Sólo la falta de espíritu puede explicar lo que hacen sus gobernantes.

Yo no sé lo que pasa en Siria, y también tengo la tentación de huir del mundo cuando día tras día veo el curso de los acontecimientos. Al fin y al cabo, también de Siria viene una parte central de nuestra cultura. Y no hablo sólo del elemento gnóstico del cristianismo originario, sino del misticismo musulmán, que en cierto modo desplegó ese fondo gnóstico y que tantas huellas dejó en la España cristiana, sobre todo con el quietismo, una de nuestras últimas grandes variaciones espirituales. Pero al menos sí sé que lo que pasa en Siria no tiene nada que ver con lo que ha pasado en Egipto. Los entendidos dicen que en Egipto todo estaba perfectamente diseñado por los militares y que la agenda fue desplegada con rigurosa meticulosidad. Una vacuna revolucionaria, la eclosión democrática, la salida a la luz de los Hermanos Musulmanes, y luego la represión certera en la cabeza de la organización. Es la misma estrategia que siguió Argelia, ahora hace décadas. Provocó un terrorismo violento y cruel, pero poco a poco se manejó la situación. Ahora las élites sólo tienen que esperar otra crisis generacional y volver a empezar.

El norte de África no es Oriente Próximo, desde luego. Los intereses occidentales vitales, como el Canal de Suez y el gas de Argelia y Libia, no sólo han influido para que se formen regímenes interesados en mantener la estabilidad y frenar el paso a las formas radicales y violentas de las modernas interpretaciones del Islam, con su mezcla inescrutable de promesas emancipatorias antioccidentales y fanatismo legalista. También ha generado un cosmos reconocible en la carencia de tensiones radicales entre los países. El norte de África es un gran espacio suficientemente ordenado bajo el liderazgo de Egipto. Los roces entre Argelia y Marruecos se han dulcificado con los años y los dos Estados saben que un islamismo radical los amenaza por igual. Los intercambios con los países del Mediterráneo norte son demasiado vitales para todos como para no avanzar hacia una intensificación de influencias, lo que obliga a la estabilidad. Hoy por hoy, la agenda a favor de la democracia en los países islámicos del Magreb está vinculada a la agenda por la seguridad. En la medida en que no sean incompatibles se seguirán ambos objetivos. Pero como hemos visto en Egipto, si los dos entran en conflicto, Occidente hará la vista gorda. Llorará con lágrimas de cocodrilo por la democracia, pero no moverá un dedo para cuestionar la estabilidad.

Oriente Próximo no tiene nada que ver con este cosmos y por eso nosotros no sabemos, casi no podemos saber, lo que está pasando en Siria. Así que lo que podamos decir es bastante especulativo. Quizá por eso ni el Gobierno ni la oposición dicen una palabra sobre el asunto. Es comprensible. Desde luego, todos sabemos lo obvio y eso al menos podía decirse: que Al Asad es un tirano sanguinario que sólo tiene un propósito, mantener el poder al precio que sea. Podemos suponer que la rebelión que estalló hace dos años en su país tenía apoyos externos. Podemos especular con la voluntad iraní de extender su influencia hasta las orillas del Mediterráneo. Podemos suponer que el puente de playa forjado en Líbano y en la franja de Gaza se extenderá ahora hacia Siria. Pero la reacción del partido Baas, en el poder en Siria, ha sido la de castigar de forma inflexible a su propio pueblo por entero, como si fuera una insurrección popular. En este sentido, lo que pudo haber sido una cosa, se ha convertido en otra. Desde todo tipo de argumentos, la comunidad internacional debería formar un consenso mínimo. Al Asad no puede bajo ningún concepto ser el interlocutor para decidir el destino de Siria. Sólo lo será al precio de un mar de sangre.

Desde mi punto de vista, aquí la posición de Rusia y de China es la más inaceptable de todas. Todo el mundo puede comprender que Siria es un aliado preclaro de Rusia desde la Guerra Fría. Incluso para el que esté bien dispuesto a aceptar que Rusia debe tener una palabra importante en el futuro de Siria resulta intolerable que sólo se quiera decir a través de su influencia en Al Asad. ¿Tan estrechos y tan reducidos son los contactos rusos en Siria como para no tener una alternativa a Al Asad? Y si estamos ante un poder tan personal y exclusivo que no permite ninguna alternativa, ¿no es este índice mismo una demostración palpable de lo insostenible del régimen actual que gobierna en Siria? La diplomacia rusa manifiesta una torpeza rayana en la complicidad con el crimen si no es capaz de ayudar a una solución que no pase por Al Asad, si no colabora con el resto de la comunidad de naciones en la formación de ese mínimo consenso por el cual Al Asad debe abandonar el poder. Por mucho que sea legítimo limitar el poder y la influencia de Estados Unidos en una zona tan vital del mundo, si se tiene que llevar a cabo a ese precio se confiesa que se carecen de bazas verdaderas de influencia.

Esta política internacional es de extrema gravedad porque ofrece señales perversas a los gobernantes en apuros. Dice algo así: haceos amigos de Rusia y seréis apoyados, hagáis lo que hagáis. La perversión reside en que, cuantas más fechorías se cometan, más incondicional será la amistad de Rusia, y esto significa una dependencia más profunda. Cuando Rusia usa su posición en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para desplegar esta política internacional, muestra igualmente que no hay legalidad internacional verdadera. Viene a mostrar lo que de verdad es: el gremio de vencedores de la II Guerra Mundial, cuya aspiración fundamental es el mantenimiento de este privilegiado estatuto. Si las cosas están así por el lado de Rusia, no es de extrañar que los halcones del Partido Republicano aspiren a que Estados Unidos imponga su ley de hegemonía militar sin otros condicionamientos que la defensa de sus propios intereses.

En estas condiciones, los Estados se juegan sus decisiones sin el paraguas de una presunta legalidad internacional y esto los obliga a cargar con responsabilidades más desnudas. En aquellos que tienen una calidad democrática elevada esas responsabilidades se deben contrastar con los parlamentos y las opiniones públicas. En este sentido, Cameron, Obama, Merkel y Hollande no podrán actuar solos. El juego de la legalidad de las Naciones Unidas ya no da más de sí. La expresión de Obama de que bombardear con armas químicas es una línea roja, que implica un crimen contra la humanidad y que no debe ser pasada por alto, no resiste una pregunta sencilla: ¿Y por qué es el presidente de Estados Unidos la instancia de juicio? ¿Puede ser alguien diferente de un Tribunal de la Humanidad quien juzgue los crímenes contra la humanidad?

Yo no sé lo que pasa en Siria y no sé lo que pasará. Pero hay razones para pensar que, por muchas fuerzas que se pongan en el terreno, como quieren algunos de los republicanos, Siria no será diferente de Irak. Tras años de guerra, de ocupación, de asesoramiento, vemos el país sumido todavía en la espiral de la violencia terrorista. Pero si tras el ejemplo de Irak, Estados Unidos se decidiera por una intervención militar que no puede llevar a otro sitio, surge la conclusión inevitable: lo que finalmente acabó pasando en Irak no es un mal resultado para Estados Unidos. Ahora bien, ¿puede ser legítima una intervención que, en el mejor de los casos, producirá una guerra civil en el largo plazo? ¿Quién puede considerar que este tipo de soluciones, que hunden en la miseria a colectividades y poblaciones, es una situación suficientemente aceptable?

Oriente Próximo no es el norte de África, desde luego. El tipo de poderes que se han configurado allí parecen de naturaleza expansiva y perturbadora, y todos ellos aspiran a la hegemonía en la zona. Siria ha sido desestabilizada por la índole de esos poderes. La política de Estados Unidos, como en los viejos tiempos de la Guerra Fría, ha decidido utilizar esta inestabilidad para neutralizar la influencia de Rusia, la última pieza que le queda en la zona. Esa razón muestra lo desesperado de la defensiva de Al Asad y la naturaleza de su defensa. Pero lo más decisivo es que todas las partes cuentan con la verdad profunda de las cosas: que el mundo musulmán no tiene capacidad por sí mismo de organizarse como gran espacio político, ni de generar virtudes políticas suficientes para independizarse de la estructura protectora de las grandes potencias. Esa debilidad no parece un asunto circunstancial o secundario en su cultura política. Por eso no puede ser un azar que el país que más alienta a la intervención sea precisamente Turquía, un candidato a la hegemonía en la zona, en dura competición con Irán.

¿Qué actitud debería tener Europa en este asunto? Dudo mucho que pueda tener otra diferente a la que está teniendo. Escuchar sus opiniones públicas y a sus Parlamentos y mantener los tratados más solventes. Desde luego, todo el mundo cree que Al Asad ha usado armas químicas, pero si lo ha hecho es porque tiene garantías de no ser abandonado por Rusia. Y desde ese mismo momento, todo el simulacro de la legalidad de las Naciones Unidas se muestra como un conjunto valioso de prácticas diplomáticas sometidas a la soberanía de los Estados. En unos casos, esta se afirma hasta el cinismo. En otros, todavía lucha por atemperar las duras realidades de los intereses por explicaciones razonables. En estas condiciones, el tratado más solvente para Occidente es el de OTAN. Si Turquía es agredida será preciso defenderla. Pero mientras tanto, cada país tendrá que ejercer su responsabilidad y luchar con toda la fuerza de la diplomacia para que Al Asad no conforme la futura Siria, para que el país no se destruya y para que tantos crímenes y sangre no sean olvidados. Cuando el violento poder de los gobiernos llega a estos extremos, sólo se tiene el derecho a emplear la fuerza para defenderse, no para mejorar una posición de interés. Pero en todo caso, debería quedar claro que está siendo Rusia la que impide que se ejerza el deber de asistencia a un pueblo masacrado.