Reinhardt Koselleck, el gran historiador, ha señalado con énfasis el privilegio epistemológico de los vencidos. Frente a todos los juicios apresurados, que dicen que la historia la hacen los vencedores, él ha proclamado que las verdaderas revoluciones en la mirada sobre la historia la hacen los derrotados. En su opinión, con el dolor intenso se pueden mejorar las prestaciones de conocimiento y hacer hipótesis adecuadas para explicar la derrota, de tal manera que no sea probable que el fracaso se repita. Pero sobre todo, presiona al vencido la obsesión de la excelencia del vencedor, la voluntad de penetrar en su forma de ser y en su proceder, de sentir con fuerza que no fue vencido por el azar, sino por el mejor. ¿Seremos capaces de utilizar el privilegio de la mirada de los vencidos? No parece. Para hacerlo se necesita mucho coraje, mucho rigor, mucha dignidad y mucha entereza. Se requiere ser alguien y no estar en los sitios por casualidad. Se requiere ante todo hacerse cargo de la derrota. El fracaso en la elección de la sede de los Juegos Olímpicos del 2020 es algo más que una derrota ante el Comité Olímpico. Me parece un síntoma preciso del verdadero estado del país. Como derrota síntomática, merece un comentario y una actitud que vaya mucho más allá de lo que hemos escuchado. «Así es la vida, una veces se gana y otras se pierde», oímos decir al presidente de Gobierno, Rajoy. Como tal, la expresión no es muy diferente del viejo «Dios lo ha querido» y en su profunda irracionalidad se niega a usar cualquier tipo de inteligencia de los vencidos. Al encogerse de hombros, no es capaz de asumir la dignidad de la derrota.

Todo avance racional es así imposible. Al hacerse depender la derrota de la fortuna, de la pretendida esencia de la vida, de la incomprensión o, lo que se ha oído en algún que otro locutor apasionado, de la traición, nuestros dirigentes se niegan a extraer enseñanza alguna de la situación. Han llevado a la gente al entusiasmo, han generado expectativas, los han lanzado a una batalla costosa que ha implicado a las máximas instituciones del Estado, y al minuto siguiente del fiasco sólo se tiene una palabra: «Así es la vida». ¿Es esta una actitud política respetuosa? Al mostrarse incapaces de una reflexión serena, nuestros dirigentes expresan por enésima vez que no toman en serio a la ciudadanía. Comparsas y figurantes de sus actuaciones, los ciudadanos ilusionados y decepcionados tienen que tragarse la humillación a la que ha sido sometido el país, y eso sin recibir una palabra a la altura de su herida. ¿Cómo se comerá el público este sentimiento, que es la rabia de la gente mejor dispuesta a seguir a su gobierno, la rabia de los que creyeron que tanto triunfalismo estaba sostenido por una evaluación adecuada de las fuerzas propias y de los rivales?

Al mantener esta actitud, el fracaso de la tercera candidatura de Madrid a sede olímpica se torna algo más que un síntoma del fracaso al que han llevado al país nuestros dirigentes en la última generación. Es una consecuencia más de la misma causa, su incompetencia para liderar este país. No es de recibo la excusa de que estamos hablando de deporte, terreno en el que lo importante es competir y donde saber perder significa hacer como que no pasa nada. Todos sabemos que el deporte es la política en otros campos de batalla y cuando se fracasa en las duras refriegas de una sede olímpica se está manifestando la verdadera correlación de fuerzas de la escena internacional. Lo que se nos ha dicho con buenas palabras, ante la mirada atónita de muchos que no daban crédito, es que nuestra posición en la escena internacional es, hoy por hoy, menos relevante que la de Turquía. Esa es la verdad. España fue saludada como miembro de pleno derecho de la sociedad occidental con la Olimpiada de Barcelona. Esa fue la decisión geoestratégica de aquel tiempo. Hoy las cosas han cambiado y no darse cuenta es una miopía que raya en la irresponsabilidad. Somos más pobres en relación el pasado, también en prestigio y posición internacional. ¿O es que se creía que podía ser de otra manera?

La afinidad entre la derrota y la inteligencia tiene que ver con el hecho de que el vencido no puede evitar darse cuenta de su situación. Sobre eso uno no puede engañarse. Pero nuestros dirigentes tienen una incapacidad congénita de interiorizar la manera en que los demás los ven. Esto les ha ido bien hasta ahora. Sin importarles cómo los consideramos, han seguido en sus posiciones de poder sin darse por aludidos. Jugadores de ventaja, sin competidores de verdad, instalados en un sistema de control político inflexible, les basta con verse a sí mismos. Los demás no importan. Así han ido al Comité Olímpico como si pudieran ganar los votos allí con las formas en que se ganan los votos aquí. Han creído que, como aquí da igual que contestes o no en las ruedas de prensa, allí también se puede contestar cualquier cosa. Si te preguntan por el paro, se contesta con las infraestructuras. ¿Qué más da? Como aquí se pueden hacer promesas que se quedan sin cumplir sine die, allí se opera de la misma forma y cuando te preguntan qué pasa con el dopaje, se promete que se tendrá tolerancia cero, aunque en verdad no se haya sido capaz de acabar un único juicio con solvencia ni poner en marcha una ley eficaz que limpie el buen nombre de muchos deportistas exitosos persiguiendo a los tramposos. Al final, se tiene que dar la cara ante el COI porque no hay una regla que permita hablar con pantalla de plasma, pero quien se escuda de esa forma ante su gente no puede pretender la solvencia cuando se tiene que luchar ante un centenar de personas con los colmillos retorcidos.

En la presentación se argumentó que los tres niveles de gobierno, central, regional y local, estaban implicados en las Olimpiadas. Eso es lo que veían nuestros dirigentes. ¿Pero cómo eran vistos? Aquí uno puede ser presidente de gobierno después de que el partido que presides destruya pruebas judiciales que permitirían evidenciar la comisión o no de graves delitos, y los españoles tenemos que tragarnos esta ofensa porque no tenemos ningún medio de transferir nuestro sentimiento de vergüenza a un gobernante que sólo parece decirnos «así es la vida». Pero creer que esto no es visto por los que tienen profundo interés en debilitar nuestra posición y pretender que no sea usado en contra de nuestros intereses, es una ingenuidad imperdonable.

Lo más grave de lo que ha pasado es que el COI ha votado en proporción inversa al entusiasmo y al triunfalismo oficial. No se puede negar que hay una cierta voluntad pedagógica en ese retroceso frente a las otras dos ocasiones anteriores. Algo así como «a ver si se enteran de una vez». Es la respuesta a una obstinación inexplicable. Eso ha sido lo humillante, que tengan que venir a enseñarnos algo tan elemental y que deberíamos haber aprendido por nosotros mismos. Si mezclamos esa obstinación con el hecho de que los cargos principales implicados no han sido electos, sino que han llegado al poder a través de componendas de partido, obtenemos una estampa bastante elocuente. Se trata de un proyecto reincidente propio de una elite política que no tiene alternativa respecto de lo que hemos visto que ya ha fracasado. En la Comunitat Valenciana lo sabemos demasiado bien, y era bastante explícito que convertirse en la subsede olímpica era visto como si se tratara de un regreso a los viejos tiempos. Con sentido común, el COI ha dicho que no es creíble embarcar a un país en otra política del espectáculo cuando no se han pagado los platos rotos de esa misma política anterior. Pocos tendrán menos simpatía que yo por el príncipe de Mónaco, que lleva el nombre de una conocida familia de piratas, y que ha demostrado su ánimo hostil a España de muchas maneras. Su pregunta por la financiación era un torpedo en la línea de flotación propia de quien sabe que Madrid tiene la deuda más alta de Europa. Contestar que ya trampearemos de alguna manera, es algo que se puede decir a quien no puede defenderse, como los ciudadanos españoles. No a quien quieres convencer en dura lid.

Cuando se hacen ciertas cosas, ciertas posibilidades no están abiertas. Al parecer, ni un solo atleta japonés ha dado nunca positivo en ningún control antidopaje. Nosotros hemos esperado para abordar este problema doce años y sólo tenemos promesas que ofrecer. El escándalo del dopaje no es mayor que otros escándalos políticos, pero nosotros lo hemos administrado de la misma manera. Hemos dejado que se pudra, como ahora dejamos que se pudra la corrupción política, porque en el fondo es la misma corrupción. ¿Cómo evitar la fama de tramposos cuando se juega siempre así? Y sin embargo, el problema principal no es tanto ese, sino que no se tuviera al parecer alternativa. ¿O es que no se quiere atajar el argumento de que fue necesario el dopaje porque era imprescindible una política deportiva que redondeaba el imaginario de España como gran potencia en todo? Entonces, ¿por qué no se persiguió a su tiempo y a su hora? Al parecer Japón tiene reservado desde años el montante completo de la financiación de los próximos juegos. Nosotros nos hemos librado de un rescate completo hace apenas un año. ¿Es comparable la diferencia de agenda? En el último año, Madrid ha perdido el diez por ciento de su turismo. ¿Alguien ha dado alguna explicación de todo ello? ¿Tendrá que ver con el abandono visible de los aspectos cotidianos de la ciudad?

No. El fracaso de la candidatura de Madrid es el fracaso de una elite política y de una manera de hacer política, de una forma de organizar, diseñar y luchar por los proyectos políticos y de una forma de dirigir el país. Es el fracaso de un equipo que no tiene alternativas a su forma de comportarse y que no tiene otra propuesta que compensar al país por la ruina que le han traído, con su política de grandes eventos, con la ilusión de excelencia y de éxito que conllevan, mientras se rebajan a nuestro lado todos los parámetros propios de una sociedad moderna. Es el mismo fracaso de una incapacidad de reflexionar acerca de lo que ha pasado, de trazar una agenda razonable y de forjar un proyecto general para nuestra gente. Es el fracaso de unos políticos incapaces de ver cómo son percibidos más allá del pueblo al que desprecian, ignorando que si hemos escapado del peor escenario es por el sacrificio general de la ciudadanía y porque nuestros acreedores extranjeros perderían más de otra forma, no porque aprecien esas ilusiones de grandeza nuestras. Si la sociedad española tiene memoria y rigor, no debería olvidar la forma de ir a las batallas y la forma de perderlas, la forma de explicar la derrota y la forma de responder a la decepción, la forma de comprometer a la más alta magistratura del Estado y la forma de encarar un futuro desolado con los hombres encogidos.