Los líderes del PP en Cataluña son esperpénticos. La sagacidad elemental de Alicia Sánchez-Camacho le ha llevado a concluir que lo que Artur Mas pretende con los cambios consensuados con Rajoy, sobre la convocatoria del referéndum, no es dar marcha atrás, sino ganar tiempo y, más importante todavía, que todo esto obedece a una estrategia de Mas. Es evidente.

Lo que no tiene explicación es que opinadores y politólogos hayan entrado masivamente al trapo, para interpretar que este cambio de actitud de Mas obedece a una bajada de pantalones porque, de repente, el president, ha llegado al convencimiento de que le conviene acatar la lectura constitucional del Estado español y aplazar la convocatoria a las elecciones 2016, si no hay un acuerdo para convocar antes la consulta popular. Todo ello sin demasiado escarnio por parte de sus socios en el Parlament de Esquerra Republicana, que siguen empeñados en que la convocatoria no debe ir más allá de 2014. Esto se ha producido, negociaciones secretas incluidas entre Mas y Rajoy, a pocos días de la convocatoria más apabullante de la Diada, con los resultados previstos.

Mas tiene el problema que conlleva todo referéndum: salga lo que salga, ¿qué hacemos después? Que los catalanes son mayoritariamente soberanistas parece una obviedad, pero han vivido, al menos durante más de tres siglos, sometidos al poder español. Trescientos años de sincronización, más o menos a la fuerza, marcan el comportamiento de la política, de la economía y de todo un pueblo.

Cataluña, como consecuencia de su vinculación al conjunto de España, ha vivido pendiente de sus propias dificultades e intereses en relación con un Estado que le condiciona y le proporciona dimensión. Los catalanes están sufriendo las consecuencias de la depresión económica. Padecen la decadencia, inmersos en el contexto español del que difícilmente logran desprenderse y sus más representativos dirigentes económicos y empresariales sienten un especial vértigo ante la eventualidad de un proceso irreversible de separación. Los catalanes están convencidos de que fuera de España vivirían mejor.

Es en este conflicto dual entre el deseo histórico de independencia y la incógnita de un horizonte nuevo, donde los catalanes intentan situarse con la máxima sensatez. Ahí es donde este proceso repercute en el conjunto de España y por tanto, marca también la agenda y el porvenir de la Comunitat Valenciana. Por mucho que se esfuerce el president de la Generalitat Valenciana, Alberto Fabra, aunque aquí no se celebre nada en concreto el 11 de septiembre, deberíamos tener toda nuestra atención concentrada en cómo evolucione este proceso soberanista, que tiene un hito previsto en forma de referéndum.

Hay dos retos planteados que modificarán la configuración política española y la territorialidad del Estado: la consulta y la negociación. El referéndum es un arma de doble filo, como instrumento de convivencia, aunque tiene un sentido intrínseco de aclaración y de confirmación de aspiraciones democráticas. El general De Gaulle tuvo que dejar la presidencia francesa a consecuencia del referéndum que convocó en 1969. Los británicos no quieren saber nada de los referéndos, porque no están contemplados en su tradición política y además «han sido instrumento del fascismo y del nazismo», en respuesta de Attlee, cuando Churchill quiso convocar en 1945 un plebiscito para ampliar el poder de los diputados en su beneficio y Hitler organizó uno en 1933 para demostrar que contaba con el apoyo del pueblo alemán. No tuvo ninguna dificultad para lograrlo.

Situados en este punto crítico, no queda más remedio que salir del atolladero. Los pueblos no son de cartón. Hay que dar salida conveniente al río de reivindicaciones inducidas y jaleadas. Es la hora de los negociadores, cuando ha concluido el tiempo del enconamiento de los hombres duros. Los políticos de fuerza miran siempre con recelo a los políticos de negociación, pero acaban cediéndoles los trastos o al menos reconociendo la necesidad de su existencia. Raymond Aron recomendaba al político que se adiestrase en el uso del compromiso y que procurara ser un artista de la negociación.

El referéndum puede ser una válvula de escape, pero también una trampa perversa, para quien lo plantea y para quien se opone tajantemente al plebiscito, obstinado en no ceder jamás. En Cataluña no queda más remedio que dejar que se abran las compuertas para que las aguas sigan su curso. Ni Cataluña ni España están en condiciones de complicar estérilmente su delicada situación. El papel de la Comunitat Valenciana en esta confrontación habría de ser de equilibrio, si nuestros políticos y empresarios tuvieran el fuste necesario para propiciar el compromiso. Una utopía más, que no es previsible en esta tierra de nadie.