Salida nocturna al centro de la ciudad junto a una pareja, con cumple por medio, cine, por supuesto, y posterior cenafórum. Insospechadamente, porque estos amigos no son de recogerse a las tantas, él insiste en que pidamos copa. Como ya me temía, la suya se queda sin tocar apenas. Fue la primera imagen que se me vino a la cabeza cuando, a los cinco minutos de separarnos, la poli local da el alto para que detenga el coche en un control de alcoholemia. «Situése allí» es lo primero que escucho. Por mucho que uno sea partidario de que se vigilen los excesos, que lo es, no puede evitarse que en este tipo de trances florezca cierta descomposición de estómago. Debe ser algo inherente a la condición humana. Y no digamos ya cuando llega el momento de encontrar el seguro y empiezan a salir pólizas hasta de la primera comunión.

El agente que me toca en suerte se acerca por la ventanilla ya bajada y pregunta: «¿Ha bebido usted?». «Sí, acompañando la cena». «Documentación». Ante el gesto de abrir la puerta, se oye: «¿¡Dónde va!¡? ¡No se baje del coche!». La verdad es que su disposición no invitaba a hacerle confidencias sobre las enseñanzas posturales recibidas para evitar siniestros en la espalda, por lo que me limito a contestar que «a recoger detrás lo que me pide».

Tras entregar el carné aparece el poli bueno quien, viendo la escena o sin necesidad siquiera, acerca el soplómetro para que lo extraiga del envoltorio, acompañándolo de unas tranquilizadoras palabras en el sentido de que con lo que se bebe cenando no tiene por qué ocurrir nada. En él me parecía estar viendo al municipal de los sesenta que, con el casco aquel, te acompañaba donde hiciera falta, mientras que el otro debe haber visto muchas veces Los hombres de Harrelson. Demasiadas. Es más, si llego a dar positivo, yo creo que lo que me inmoviliza son las piernas.