Desde hace demasiado tiempo, el puerto de Valencia se ha subido a lomos de los medios de comunicación para cabalgar por la actualidad con grandes titulares, señal inequívoca de la proyección y trascendencia que ha adquirido. Lo malo es que las informaciones que protagoniza son cada vez menos benignas. La cesión de la dársena a la ciudad, tan reivindicada como tardía, ha permitido romper los muros que separaban la trama urbana del recinto portuario, aunque solo en parte porque el territorio abierto al disfrute de los ciudadanos „y de las empresas que se sumen al festín inmobiliario„ alcanza el espacio que ocupa la alargada sombra del emblemático edificio Veles e Vents. Más allá se alza la frontera inexpugnable que delimita los extensos dominios que con tanta opacidad y derroche administra la Autoridad Portuaria. Esta amplísima superficie ha permanecido en una especie de limbo, ajena al control público y distanciada de los usos y costumbres que exhibe el resto de la sociedad. No hay más que repasar los dispendios, las retribuciones, los lujos y privilegios que todavía disfrutan los responsables del puerto para precisar hasta qué punto han vivido de espaldas a la crisis y al mundo que les rodea.

Tampoco hay manera de desentrañar la maraña que ha convertido el puerto en una de las principales vías de entrada de droga. El último robo de 200 kilos de cocaína escondida en contenedores apilados en la terminal añade hoy titulares tan llamativos como los anteriores. Más que el limbo, aquello parece el inframundo.