Tras más de medio año en el cargo, el papa Francisco dibuja, sobre todo, una imagen de minimalismo personal que contrasta con la ambición de sus retos. No se trata tanto de los gestos (el del cuatro latas y otros) como de una renuncia a la impostación papal, a esa majestad, lentitud y retórica ampulosa que en sus predecesores parecían unidas a la función, un acartonamiento que trataba quizá de ser el aparato externo del presunto carisma. O sea, Francisco no parece un papa, sino un clérigo más, y de los sencillos y de a pie. En ese despojamiento de la forma papal, y en la voluntad clara de mostrarse así, hay ya desde luego un cambio que de modo inevitable trascenderá a los contenidos, pues la forma condiciona el fondo, más que al revés. Pero es tal el atraso de la Iglesia respecto de la realidad social que o Francisco pedalea muy fuerte para seguir escapado o lo pillará el pelotón.