Antes de volver al quirófano (para los supersticiosos, es la intervención número 13) el rey dejará una última imagen de sufrimiento y esfuerzo al recibir a los embajadores. Será la foto de un doble anacronismo: por un lado, el boato de la diplomacia (los emisarios acuden a la cita en carroza, díganselo a los que sufren el tráfico en Madrid) y, por otro, la revelación de que la Constitución no contempla más circunstancia que aquel medieval «El rey ha muerto, viva el rey». El monarca, roto de dolor (Spottorno comentó, en la boda de su hija el domingo, que a duras penas contiene las lágrimas) tendrá que aguantar el protocolo no sólo por una cuestión de imagen, que también, sino porque se trata de un acto indelegable. Del mismo modo que, durante una convalecencia que se presume larga, seguirá siendo el jefe de Estado porque el mecanismo de regencia por lo visto no tiene vuelta atrás y no hay coronas provisionales. Felipe, el delfín más preparado de la historia en palabras de su propio padre, asumirá representación pero no funciones. Nadie imaginó un escenario como el actual: el soberano «un año en el banquillo» (expresión de Juan Luis Cebrián)... y sin suplente.