Esta semana „cuál no„ se ha vuelto a hablar de imputados. La calidad de un imputado depende, como los penaltis, del campo y el equipo. La interpretación de una imputación es como la casuística de la pena máxima en la Liga. El Undiano Mallenco de guardia decide si el balón va a la mano o a la inversa. Y la verdad tiene tantos prismas que la crónica de cada caso haría las delicias de la HBO. La incoherencia constante respecto a la naturaleza de la imputación „imputados malos y buenos„ da que pensar. Primero está la sensación general sobre la mala praxis política. No hay suficientes power points en la Tierra para explicar Corruptilandia, ese parque temático que entre méritos propios, nuestro atávico ímpetu autodestructivo, el papanatismo genético y los intereses creados allende Motilla o Vinaròs, tenemos aquí montado. Sólo queda poner un chiringuito ante el TSJ con el merchandising adecuado.

Del despilfarro y la corrupción no se libra ninguna autonomía „algunas con mayores méritos cuantitativos„ pero, sin embargo, nos hemos atribuido en propiedad la piedra rosetta del latrocinio. ¿Está justificada esa imagen? Puestos a conjeturar, será porque aquí levantas una piedra y te encuentras un imputado. Y porque la carcoma alcanza distintas profundidades, es multidisciplinar y multisoporte. El imputado, destinatario de la acción punitiva del Estado, es el mínimo común múltiplo de la corrupción. Con el virus migrando de cepa en cepa (PP, PSOE€) el debate se hace transgénico. De las decenas de imputados que los jueces instructores han citado en los últimos tiempos un servidor extrae dos conclusiones: la primera es que, siendo compasivos, las cosas se han hecho fatal en la gestión de lo público. La segunda es que todos los imputados no son iguales.

Las terapias de aislamiento del infectado se han demostrado algo naïf, como insiste la iracunda realidad. La tabla rasa funciona como herramienta de profilaxis y propaganda. Pero acaban pagando justos por pecadores y la fórmula podría convertirse en el Darién particular de sus ideólogos. Algo letal en el paraíso del poder diluido. Hablando en plata, no es lo mismo que la policía detenga a un individuo con el revólver humeante en la mano que alguien les diga a los agentes que te vio salir del edificio. Y, sin embargo, los dos están imputados y reciben el mismo rasero judicial.

Peor resulta cuando es el jefe quien traiciona al subordinando sacudiéndose la culpa, como el capitán Schettino con su timonel Rusli. Hay casos. A la confusión general ha contribuido con gran entusiasmo nuestro gremio en una caza del imputado alimentada por la pereza. No perdemos tiempo en separar el grano de la paja. Los tiempos de la justicia, las guerras políticas y el deseo legítimo de contar historias condenan a muchos imputados antes de ser acusados. Y cuando el derecho a la defensa se confunde con la autoría de un delito algo chirría. Se aconseja un tapering. Lo que los anglosajones definen así en términos bursátiles es una desinstalación paulatina de esas posiciones hincadas en ese debate estéril que ningunea la presunción de inocencia. Una nadería ya ven. Habida cuenta de que algunos imputados que saldrán inocentes se marchitan en el pudridero de la instrucción, algo habrá que hacer para que esa condición sea garantía de defensa asistida y no una condena con efectos retroactivos.