El plan de recortes decidido por la Generalitat, aunque impuesto y vigilado por el Ministerio de Hacienda, se marcó unas metas directamente proporcionales al extraordinario volumen del déficit y la deuda que arrastra el gobierno autonómico. Las primeras comparecencias de los responsables del Consell para anunciarnos por dónde iba a avanzar la tijera causaban pavor ante la previsión de víctimas y demás daños colaterales. El adelgazamiento de la administración „plagada de empresas públicas, fundaciones y covachuelas que se habían convertido en refugios de la política clientelar que practican los grandes partidos„ se había aceptado no sólo como un recurso imprescindible para evitar la quiebra, sino como una oportunidad inmejorable para fundar un nuevo modelo más asequible y realista que se amoldara a las auténticas necesidades de una comunidad autónoma que ha vivido demasiados años muy por encima de sus posibilidades.

Los recortes han causado muchas bajas. Es un proceso doloroso, sin duda. Miles de empleados que trabajaban en alguna de las extensas terminales de la Generalitat han engrosado las listas del paro, pero otros muchos, alrededor de 700, han conseguido salvarse del despido en virtud de las negociaciones abiertas con los sindicatos o bien como consecuencia del cambio de criterio del propio Consell, como ha sucedido en RTVV, cuyo polémico expediente de regulación de empleo aguarda ahora el dictamen de la autoridad judicial. En al menos dos casos (Vaersa y AVM) los ERE ya se han declarado nulos.

Por una u otra causa, las expectativas que se crearon se han visto menguadas pese a que las finanzas del Generalitat continúan en la UVI. Muchas reformas, algunas imprescindibles, todavía aguardan. Si la falta de determinación del Consell lastra la salida de la crisis sería imperdonable.