Con ese mismo título concluyó ayer un congreso en Toledo, organizado por la Fundación San Patricio, que cuenta con la colaboración de la Fundación Santillana. En él se reunieron educadores y filósofos con una única finalidad: reflexionar sobre las estrategias para renovar el sentido de la educación. Los que venimos de una vieja forma de entender la enseñanza siempre hemos desconfiado de la reflexión educativa. Por decirlo de forma positiva: pensábamos que lo decisivo era la motivación subjetiva, el carisma del profesor, la propia persuasión interna de la racionalidad y de sus hallazgos. Eso nos llevó, de forma imprudente, a despreciar durante mucho tiempo la teoría de la educación. Tal estado de cosas debe cambiar de forma radical. Si algo acredita una teoría de la razón es su capacidad de reconciliarse con el hecho educativo. Hasta ahora, los filósofos no nos hemos tomado este asunto en serio. Y así hemos dejado que nuestra disciplina no tenga relevancia educativa.

Siempre hemos sabido que, como país y como continente, nos jugábamos el futuro en una buena ordenación educativa. Pero hemos maltratado nuestro sistema escolar con cambios disparatados y con alteraciones legislativas cuya finalidad fundamental era condicionar la dimensión económica de la educación. Sin embargo, hemos reflexionado poco sobre cómo encarar lo que se hace en el aula. Y no hace falta ser un buen sociólogo para percibir que allí, en el interior de la mayoría de las escuelas, siguen pasando cosas todavía muy arcaicas. Hoy sabemos que las reformas educativas inspiradas por el PSOE han sido tan dañinas como las que ahora pretende el PP. Ninguna de ellas se basa en una teoría pedagógica convincente. Ninguna de ellas atiende de forma adecuada el doble objetivo de una verdadera escuela: mejorar la inteligencia y mejorar el carácter.

Encuentros como éste, en el que ha intervenido el prestigioso David Perkins de Harvard, que participaba un día después de Ángel Gabilondo, tienen como finalidad avanzar hacia la definición de evidencias básicas fundamentales para sentar estrategias educativas efectivas. La primera y fundamental es muy sencilla: lo que hay muchas veces detrás del fracaso escolar es un fracaso social más profundo y más complejo, y un Gobierno que quiera mejorar las prestaciones de los jóvenes en la escuela no puede estar sordo a la degradación de muchos parámetros de una vida social digna. De la educación depende el futuro de la sociedad, pero la educación está profundamente determinada por el presente de esa misma sociedad que hay que cambiar. Quizá este sencillo principio sirva para no sobrecargar el sistema con unas expectativas desmesuradas. El futuro depende de la educación, pero la educación no puede hacer milagros. Será efectiva en la medida en que la sociedad mantenga equilibrios básicos. Quien no quiera hablar de estos, no debería hacernos creer que una reforma educativa traerá cambios importantes para la próxima generación.

Tras el fracaso escolar hay muchas veces un fracaso social, y la escuela no es sino el primer espejo en el que cabe observar esta realidad. De ahí que no habrá sistema educativo eficaz sin un sistema familiar más sólido y solvente que el que tenemos en España, demasiado escorado a los aspectos sentimentales pero demasiado ausente de aspectos reflexivos, comunicativos, retóricos y de estilo. Sin esa placenta formativa, la dimensión educativa tendrá menos posibilidades de desplegarse. En la medida en que estos dos aspectos de la vida afectan al núcleo mismo de la realidad social, deberían ser cuidados por el poder político de forma estratégica. Lo peor que se puede decir de lo que hemos visto hasta ahora de la ley Wert es que no tiene en cuenta para nada la nueva realidad social problemática en la que nuestros escolares van a tener que desenvolverse. Al no abordar los aspectos sociales y educativos al mismo tiempo, no se puede identificar la forma en la que se puede ordenar el sistema educativo. Aquí han desaparecido los aspectos utópicos e ideales que todo sistema tiene que tener. En la educación, como en la política, hay que buscar continuamente lo imposible para poder saber lo que finalmente ha de ser posible. Kant decía que no hay que educar para el presente, sino para el mejor futuro. Nuestra ley Wert ha perdido toda tensión hacia ese futuro mejor y le basta con darse excusas para mejorar algunas estadísticas sin mejorar la inversión. En este sentido, juega el mismo juego que el Gobierno entero: dar buenas señales manteniendo el sufrimiento. Es como aquel argumento del franquismo de haber logrado cierto bienestar entre las clases populares. ¡Sólo hubiera faltado que tras cuarenta años no se hubiera mejorado en nada, como sólo faltaría que no mejoraran los indicadores tras devaluar las condiciones de vida de la gente casi un 20 %!

Al final, en contra de la búsqueda desmedida de la excelencia „la nueva moda„ concluía mi intervención del lunes con una cita de los escritos pedagógicos de Kant. «Se debe enseñar a respetar la inteligencia media, tanto por motivos morales como lógicos», decía el maestro de Königsberg. Este es el único principio capaz de fundar una ciudadanía democrática y, por eso, es el principio rector de una enseñanza capaz de afectar a la sociedad entera. La inteligencia media es la más fiable y segura desde el punto de vista lógico, puesto que nada puede ser verdad al margen de la validez universal de un aserto o un juicio. Pero desde el punto de vista moral es la más digna de respeto, porque permitirá confiar en que las decisiones que tome la ciudadanía dispondrán del suficiente rigor y sentido común. Todo parece indicar que, con la búsqueda continua de la excelencia en el sistema educativo, se da por sentado que la estructura de la sociedad ha de ser dual. Esa es una falsa mirada. Quizá sería mejor conseguir una amplia base de inteligencia media, y la excelencia ya vendrá por añadidura. Al no generar esa base amplia, corremos el riesgo de identificar como portadores de la excelencia sólo a unos pocos salvados, que jamás podrán sentir una causa común con el resto de la ciudadanía. Pero entonces, el otro objetivo de la educación, la formación de un carácter solvente, habrá desaparecido del horizonte educativo.