El sacrificio exigido a los asalariados en España ha sido mayúsculo. Es el segmento de la población que más ha soportado los rigores de la recesión económica y el recurso más fácil empleado por los gobernantes para aumentar los ingresos del Estado: una pequeña variación fiscal aumenta significativamente el volumen de la caja registradora de las administraciones públicas. La congelación de las nóminas de los funcionarios, el cada vez más generalizado recorte de sueldos en la empresa privada y el aumento de impuestos han golpeado duro a quienes viven de un salario reconocido y legal. Los sucesivos gobiernos de la democracia se han esmerado para controlar y aprovecharse de este sector, pero han batallado poco contra la economía sumergida. Su afloramiento hubiera permitido aliviar los efectos de la crisis. Los ajustes sufridos justificaban toda iniciativa contra las empresas y trabajadores que no declaran su actividad económica, pero mucho nos tememos que los políticos han dejado pasar otra gran oportunidad de combatir el fraude laboral. Y mira que resulta un plato apetecible: la Generalitat obtendría una recaudación adicional de 1.262 millones al año si cobrara las cuotas sociales de los 130.000 valencianos inmersos en la economía sumergida y los ingresos estatales mejorarían en 21.000 millones si se blanqueara el negocio que emplea a 1.300.000 españoles. Es mucho lo que desperdiciamos. Apena que ni en los peores momentos actuemos con firmeza y civismo. En este caso vamos a perder todos.